Tras el ataque mortal ordenado desde la cárcel, la familia no quiere volver

Juan Federico

En septiembre último, Gabriel Sebastián “Negro Chucky” Murúa y Diego Valentín “Negro Diego” Cravero fueron condenados a prisión perpetua por el asesinado del policía retirado Pedro Héctor Ruiz (55), ocurrido dos años antes durante un asalto cometido en barrio Observatorio, de la ciudad de Córdoba.

Murúa permanece preso en una celda de la cárcel de Bouwer. Pero en los últimos días, su nombre volvió a ser noticia, pese a que deberá permanecer encerrado durante largos años.

Con un celular ilegal, aún en una penitenciaría, Murúa siguió muy activo hacia afuera.

Su expareja, con la que tiene dos hijas en común, continuó recibiendo mensajes intimidatorios por parte de él. Sobre todo, desde que ella reinició su vida sentimental con un novio nuevo.

En las redes sociales, Murúa dejó bien en claro a quien quisiera ver que él desde la cárcel continuaba posteando lo que quería, sobre todo a partir de un perfil en Facebook abierto con otro nombre, aunque con su foto.

Y así, la semana pasada comenzó a acusar, en esos mismos posteos, a la actual pareja de su ex. A este joven lo señalaba por un presunto abuso que hasta ahora no consta en ninguna investigación judicial.

Pero bastó esta acusación enviada desde la cárcel para que se desencadenara lo peor, según denuncian ahora las víctimas.

El jueves pasado al atardecer, alrededor de 30 personas, entre hombres, mujeres y niños llegaron hasta una casa ubicada en la manzana 43 de barrio Ciudad Parque Las Rosas. Se trata de un conjunto de viviendas sociales ubicadas en la zona sudeste de la Capital cordobesa, edificadas en 2006 en el medio de un plan oficial para reubicar a diferentes asentamientos urbanos.

Como varios de los barrios-ciudad diseñados por la gestión del exgobernador José Manuel de la Sota, hoy estas conglomerados representan una enorme contradicción social: el programa de urbanización no trajo un mejor modo de vida, sino que la convivencia aparece empañada por el comercio de drogas, la inseguridad y una ley del más fuerte que pone en jaque cualquier idea de comunidad.

Fue el jueves pasado al atardecer que la horda llegó hasta la casa donde vive la familia del joven acusado por el preso Murúa. Este muchacho no vive allí, pero esto poco le interesó a los atacantes.

Los peritos contabilizaron cerca de 20 balazos. Todos en contra de la vivienda. Los atacantes arrojaron también bombas tipo molotov. Hubo varias armas: los asesinos dispararon desde el frente de la casa y también desde el garaje, donde lograron acceder.

En un intento desesperado para evitar que ingresaran al interior de la vivienda, el propietario, Mario Albarenga (42), alcanzó a cruzar un mueble sobre la puerta principal. Fue entonces que un balazo atravesó la chapa y se incrustó en su tórax. Cayó allí mismo.

Su pareja, Valeria Robles (43) terminó malherida de cinco tiros.

En medio de la locura, llegó otro hijo, Lautaro Robles (20). Al verlo, un joven se le acercó y le dijo: "Para vos también hay". Y sin más preámbulos, le disparó en una rodilla.

Cuando la Policía apareció ya no había mucho para hacer. Los tres heridos fueron trasladados a diferentes hospitales. Albarenga ingresó casi sin signos vitales al Urgencias, donde murió esa misma noche. Lautaro fue atendido allí y se retiró con el alta.

Valeria fue internada en el San Roque. Allí, los médicos constataron que por fortuna ningún órgano vital había sido alcanzado por los proyectiles. El viernes a la tarde, cuando aún no habían terminado las curaciones, ella imploró por el alta voluntaria. Se acababa de enterar que su pareja había muerto y quería poder llorarla en su velorio.

Él se ganaba la vida trabajando como soldador. Hacía ya varios años que vivía con Valeria. Lautaro y el joven acusado por el preso por el abuso, fueron productos de una relación anterior de la mujer. 

Recorrer su casa no sólo permite corroborar el espanto, advertir cómo los balazos perforaron puertas, ventanas y hasta dañaron las paredes, sino también que da la pauta de que en ese hogar no sobraba absolutamente nada. Se sobrevivía día a día.

Hoy, la casa está vacía. Valeria y Lautaro no se animan a regresar. Piensan que tal vez nunca más lo hagan. Han visto a la muerte demasiado de cerca. Han olido la impunidad.

Hasta ahora, la causa que lidera el fiscal Víctor Chiapero no tiene detenidos ni imputados. Si bien los detectives de Homicidios ya han dado varias vueltas por el barrio-ciudad, recién este martes Valeria declarará formalmente en la causa.

Desde el Servicio Penitenciario de Córdoba se aseguró que la celda de Murúa sí fue requisada. Y que ya no lleva encima el celular ilegal.

Su perfil en Facebook ya fue dado de baja por alguien. Pero las capturas quedan como marca de que el ataque nació en un posteo escrito dentro de la cárcel, según sostiene la familia de Albarenga.

A todo esto, la expareja de Murúa y el hijo de Valeria acusado hasta ahora sin pruebas, están escondidos en alguna parte. Aterrorizados. Ella continúa recibiendo mensajes intimidatorios, ahora desde un número cuya procedencia desconoce.

La sospecha es atroz: desde la cárcel se ordenó el crimen. Como en las provincias de Santa Fe y Buenos Aires, en Córdoba la mera idea genera resquemor. 

"No podemos permitir que la cárcel controle a la calle. Tiene que ser al revés", fue el reclamo que en mayo de 2022, levantó el presidente de la Corte Suprema de la Nación, Horacio Rosarri, al abrir el encuentro Nacional de Jueces y Juezas Federales en Rosario.

Ya pasó casi un año.