El arte de olvidar
Un clásico bravo. Un jugador que sabe cómo ganarlo. Un grupo de hinchas que cree saber cómo impedírselo. ¿Quién terminará ganando?
18/08/2018 | 18:00Redacción Cadena 3
Los clásicos son bravos en cualquier parte del mundo, pero en los pueblos son peores porque interviene un condimento que los vuelve especialmente crueles: la gente se conoce demasiado. Un dato sobre las miserias ajenas, bien lanzado, con el tono y en el instante precisos, es un dardo que atraviesa cualquier barrera moral para destruir psicológicamente al receptor.
No es lo mismo, por ejemplo, un insulto al aire desde las tribunas de la Bombonera, a cincuenta metros de la cancha, en el medio de un griterío infernal y con las identidades diluidas, donde nadie sabe ni siquiera a quién se insulta, que un mensaje claro, preciso, directo, apenas carraspeado y con la ayuda de las manos haciendo bocina en la boca para que suene como una propaladora justo en el momento en que las doscientas o trescientas personas que están en la cancha parecen ponerse de acuerdo para dejar un silencio cómplice.
Ojo, no se debe perder de vista una cuestión fundamental: los insultos no son para cualquiera. No señor, no se trata de vociferar a tontas y a locas contra un jugador medio pelo que ni siquiera merece un insulto. Los elegidos son justamente eso: elegidos. Hay muchos futbolistas que sin ser virtuosos se adueñan del escenario con su sola presencia, a esos no queda otra más que putearlos para frenarlos. Un claro ejemplo es el del colorado Ianotti en el último clásico que jugó.
El colorado Ianotti era un central como los de antes, de esos que ya no vienen. Una bestia que en los clásicos se transformaba y casi siempre metía algún gol de la única forma que podía hacerlo: de tiro libre. Tenía un ritual muy especial para patear: le ordenaba a un compañero que acomodara la pelota mientras él tomaba unos cuatro pasos de carrera, cuando ya estaba en la distancia justa se inclinaba apoyando las manos sobre las rodillas, agazapado, sacaba la cola para atrás y miraba fijo a la nada, después pispeaba hacia los costados de la barrera como buscando alguna confirmación. Si le gustaba, tomaba aire y largaba la carrera para meter un fierrazo que inexorablemente terminaba en gol; si no estaba muy convencido se erguía, daba media vuelta y dejaba patear a otro.
En el último clásico que jugó el colorado, los que manejaban el dato esperaron pacientes el momento indicado para convertirlo en un insulto. Tenían en la palma de la mano una granada lista para ser lanzada. Sabían que la mujer de Ianotti lo estaba por dejar para irse con un vendedor de seguros que solía pasar todos los miércoles de recorrida por el pueblo. Y también sabían que al colorado algún tiro libre le iba a quedar. Lo que no se imaginaban fue lo que terminaría pasando.
Cuando el colorado Ianotti empezó con su habitual ceremonia, los hinchas se miraron y sin que hiciera falta cotejarlo advirtieron que ese era el momento indicado. Como un cazador que sigue a su presa a través de la mira telescópica, lo fueron midiendo. Primero partió la orden del colorado para que le acomodaran la pelota. No necesitaba palabras, le bastaba con un movimiento del mentón para decir: “Dale”. Después vinieron los cuatro pasos de carrera y luego la típica pose.
Hincado, Ianotti entrecerró los ojos y empezó el tenue movimiento pendular de la cabeza para adivinar por qué costado de la barrera sería más conveniente patear. Justo cuando una gota de transpiración le nacía de su descubierto parietal izquierdo, desde atrás del arco surgió claro y nítido el insulto; el caminito serpenteante del sudor terminó en la comisura de los labios y el colorado no reaccionó hasta sentirle ese gusto amargo tan particular.
“¡Dónde estará la turra de tu mujer, colorado!”. El insulto lo descolocó al colorado Ianotti, y le dolió, claro que le dolió, no tanto porque intentaran agredirlo por su fracaso matrimonial, sino porque él pensaba que el asunto estaba bastante bien guardado y poca gente en el pueblo manejaba esa información. Además, los que sabían -supuso- no serían capaces de atacarlo así, abiertamente, en un momento tan especial. Lo que el colorado no tuvo en cuenta es que en los clásicos vale todo.
Dudó Ianotti. No sabía qué hacer. Era la primera vez que le pasaba algo así antes de ejecutar un tiro libre porque siempre el instinto le mandaba una señal precisa para resolver tajante por sí o por no. Cuando fue enderezando el torso creyó que no debía patear y giró sobre su eje para comenzar la retirada y darle vía libre al compañero. Detrás del arco se esparció un murmullo de alivio entre los que agarrados al tejido creían haber logrado su cometido: Ianotti no patea porque el insulto lo derrumbó anímicamente, clásico empatado y cada uno a su casa. Listo.
El clima enrarecido terminó de explotar cuando se escuchó: “¡Dejame!”. El ruido de los tapones de aluminio traccionando sobre la tierra, apenas disimulada por el amarillento pasto del otoño, fue la música de fondo, el repiquetear de los tambores metiéndole suspenso a la carrera de un toro que parecía encarar por última vez en su vida.
El colorado Ianotti le pegó como siempre, pero como nunca: hundió la punta del botín en el corazón de la pelota que salió recta, sin girar, en un vuelo rasante a media altura. Llevaba tanta fuerza que a su paso le movió los pantalones al último hombre de la barrera y sin desviarse pegó en la mitad interna del palo izquierdo. Un balinazo. El arquero no tuvo tiempo de reaccionar y se dio cuenta de que había sido gol cuando sintió el ruido de la red sacudida a sus espaldas.
El colorado Ianotti, como si tuviera todo planeado desde antes, en ningún momento se frenó y fue siguiendo el recorrido de la pelota que terminó justo adelante de los que lo habían insultado. Recién ahí pareció volver en sí. No se dirigió a nadie del grupo en particular porque no sabía con precisión quién había sido el autor del insulto. Les gritó a todos, y al mismo tiempo a cada uno, eso que ya no podía sostener en la garganta porque le quemaba las cuerdas vocales: “Algún día me olvidaré de la turra de mi mujer, pero ustedes de ésta no se olvidan nunca más”.





