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Venezuela y el fantasma de la intervención armada estadounidense

Lo que coloca hoy a Venezuela en el centro de la agenda internacional es el regreso de una amenaza que parecía enterrada tras la invasión de 1989 en Panamá.

03/12/2025 | 11:35Redacción Cadena 3

Perspectiva Nacional

Nicolás Maduro y Donald Trump. (Foto: ilustrativa)

FOTO: Nicolás Maduro y Donald Trump. (Foto: ilustrativa)

  1. Audio. Venezuela y el fantasma de la intervención estadounidense

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La situación en Venezuela escaló hasta convertirse, probablemente, en el tema geopolítico más relevante de América Latina para el cierre del año. No se trata solo de una crisis humanitaria prolongada ni de una deriva autoritaria que lleva años profundizándose. Lo que coloca hoy a Venezuela en el centro de la agenda internacional es el regreso de una amenaza que parecía enterrada: la posibilidad de una intervención armada de Estados Unidos en la región.

Donald Trump dejó entrever esa opción, algo que no ocurría desde el bombardeo estadounidense en Panamá en 1989 para expulsar a Manuel Noriega del poder. Antes, Washington había invadido Granada. Que el presidente norteamericano mencione la intervención como un escenario posible no es un gesto retórico menor; habla de la magnitud de la crisis venezolana y del peso estratégico del país, mucho mayor que el de aquellos episodios históricos, aunque Panamá, claro está, posee el canal que conecta los océanos y define rutas comerciales globales.

Hoy, la gran pregunta es si Trump habla en serio o si sus palabras son parte de un juego de presión política. La mayoría de los especialistas coincide en que, por ahora, se trata de una amenaza más que de un plan inminente. Pero no por eso debe tomarse a la ligera. La idea de que un actor externo, y particularmente Estados Unidos, fuerce el cambio de régimen en Venezuela abre un abanico de consecuencias imprevisibles para la región.

La hipótesis que circula, con creciente fuerza, es que la Casa Blanca está negociando la salida de Nicolás Maduro, ofreciéndole garantías a él y a su círculo cercano para evitar posibles arrestos o extradiciones. Absurdo desde el punto de vista moral, quizás inevitable desde el punto de vista práctico. ¿Bajo qué condiciones un dictador acusado de violaciones sistemáticas a los derechos humanos y sospechado de vínculos con el narcotráfico podría retirarse pacíficamente? ¿Cuántos –literalmente– aviones necesitaría para llevarse consigo a los beneficiarios del régimen?

Y aún si esa salida se concretara, ¿Qué ocurriría con quienes permanecen en Venezuela? ¿Quedarían a merced de un futuro gobierno democrático que deberá gestionar el colapso económico, la reconstrucción institucional y, además, la tensión con una élite que hasta ayer controlaba el aparato represivo?

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En el centro de la escena aparece María Corina Machado, la líder opositora que en breve recibirá el Premio Nobel de la Paz en Oslo, y cuyo capital político coloca a Venezuela ante una chance inédita de reconstrucción democrática. Su objetivo no es solo ocupar el poder, sino reinstalar a quien ganó legítimamente las elecciones: Edmundo González Urrutia, obligado al exilio tras triunfar en unos comicios cuyo resultado nunca fue reconocido. Basta recordar que el chavismo jamás mostró actas ni recuentos; simplemente anunció una victoria inexistente y se aferró al poder por la fuerza.

Lo que hoy conocemos como Venezuela fue alguna vez una democracia sólida y un país rico, aunque desigual. La combinación de autoritarismo, incompetencia económica y represión cubana transformaron esa realidad en una tragedia humanitaria sin precedentes recientes en la región. La diáspora, la hiperinflación, el hambre y el colapso de servicios básicos convertirán cualquier transición en un proceso doloroso y prolongado. Nadie debería engañarse: recuperar la economía llevará años; reconstruir la democracia, probablemente décadas.

Por eso, la idea de una intervención militar –más allá del atractivo que pueda tener para ciertos sectores– sería un desastre estratégico. No hay manera de anticipar sus consecuencias: violencia masiva, desgarramientos internos, migraciones aún más explosivas, polarización regional y un probable escenario de ocupación indefinida. América Latina no necesita un Irak tropical.

La única salida razonable –y necesariamente imperfecta– es lograr la transición sin violencia, algo que Trump intenta forzar mediante presión diplomática y, quizás, mediante la amenaza creíble del uso de la fuerza. Argentina acompaña ese movimiento, aunque sin protagonismo.

¿Funcionará? Nadie lo sabe. Lo que sí sabemos es que Venezuela está ante una ventana histórica, pero frágil, cuyo resultado afectará de manera directa a toda la región. Lo que ocurra en las próximas semanas no será solo un asunto venezolano: será un punto de inflexión para América Latina.

Conviene seguirlo de cerca. Porque lo que está en juego no es la caída de un dictador, sino la posibilidad de reconstruir un país y evitar un conflicto que podría marcar a una generación entera.

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