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Borocotó tiene más seguidores que nunca

   

03/12/2025 | 14:18Redacción Cadena 3

Perspectiva Nacional

En 2005, Eduardo Lorenzo Borocotó se pasó del PRO al kirchnerismo. (archivo/Cedoc)

FOTO: En 2005, Eduardo Lorenzo Borocotó se pasó del PRO al kirchnerismo. (archivo/Cedoc)

  1. Audio. Borocotó tiene más seguidores que nunca

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Veinte años después de que Eduardo Lorenzo Borocotó consumara uno de los episodios más recordados de transfuguismo político en la Argentina, la política local parece haber convertido en norma aquello que en 2005 provocó escándalo, repudio y juicio moral. 

El médico y comunicador que había sido elegido diputado nacional por el PRO para ejercer la oposición al kirchnerismo decidió, antes de asumir, integrarse directamente al bloque oficialista. 

Fue noticia de tapa, símbolo de deslealtad y objeto de un reproche transversal que incluyó incluso investigaciones judiciales. Borocotó pagó un costo político inmediato y, sobre todo, un costo social: quedó asociado para siempre a la traición de confianza.

Dos décadas después, la clase política se comporta como si ese antecedente hubiera dejado una enseñanza inversa: no “no lo hagas”, sino “si lo hacés, no pasa nada”. El transfuguismo se volvió rutina. Diputados y senadores cambian de bloque, de partido y de programa con naturalidad y sin consecuencias. Lo que ayer era anomalía, hoy es mecanismo de supervivencia y, en muchos casos, estrategia de expansión del poder.

El ejemplo más reciente se observa en torno a La Libertad Avanza. El espacio libertario llegó al Congreso con una representación limitada y hoy, al momento de iniciar el nuevo período legislativo, suma bancas por incorporación de legisladores que no fueron electos bajo sus siglas. ¿Responsabilidad exclusiva del oficialismo? No, porque del 22 de octubre en adelante también sufrió fugas. Pero la dinámica es ilustrativa: los votos prestados por la ciudadanía ya no establecen pertenencia partidaria, sino apenas un punto de partida para negociaciones posteriores.

/Inicio Código Embebido/

/Fin Código Embebido/

El problema no es solo ético; es sistémico. La figura del representante es la piedra basal de la democracia representativa. Un ciudadano elige una lista, un programa, un conjunto de valores y prioridades públicas. Ese vínculo debería constituir un pacto político. Cuando un legislador decide modificar su identidad partidaria en el ejercicio del cargo, rompe el contrato de origen. No es que no pueda cambiar de idea —al contrario, la evolución ideológica es legítima—, pero sí debería asumir las consecuencias institucionales: renunciar a la banca y buscar validación democrática en su nuevo espacio. En Argentina ocurre lo contrario: se conserva el cargo y se cambia de camiseta. Sin intermediarios, sin consulta, sin costos.

La pregunta obvia es: ¿por qué este comportamiento dejó de ser riesgoso? Porque la sociedad dejó de castigarlo. El “borocotazo” fue escándalo porque una ciudadanía todavía exigía congruencia. Hoy predomina, en amplios segmentos sociales, la resignación o la indiferencia. La política percibió ese clima y lo transformó en sistema. Si no hay sanción electoral ni penalización reputacional, hay incentivo para repetir.

El resultado es una degradación progresiva del vínculo representativo. La representación se vuelve transaccional, reversible, provisional. No responde a un mandato, sino a una oportunidad. Y la democracia, que necesita partidos estables y responsabilidades claras, termina convertida en un mercado de bancas.

No faltan intentos normativos para revertir esto. Proyectos como el presentado por Silvia Lospennato —que propone limitar la migración interbloques— apuntan a restituir coherencia y responsabilidad. Pero es difícil imaginar éxito cuando los mismos partidos que deberían votarlos se benefician de la dinámica actual. La trampa es perfecta: nadie renuncia al poder que hoy le conviene; todos lo criticarán el día que les perjudique.

Hace veinte años, un episodio de transfuguismo fue percibido como un síntoma grave del deterioro institucional. Hoy, la misma práctica es un paisaje cotidiano, casi burocrático.

Y mientras el sistema se adapta a la trampa, el único actor que podría alterarlo —el votante— parece haber renunciado a exigir aquello que, en democracia, debería ser mínimo: que quien llega al poder por un mandato, lo honre.

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