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Mucha reforma educativa, pero no hay ni ciclo lectivo

   

20/11/2025 | 13:20Redacción Cadena 3

Perspectiva Nacional

Mucha reforma educativa, pero no hay ni ciclo lectivo.

FOTO: Mucha reforma educativa, pero no hay ni ciclo lectivo.

  1. Audio. Mucha reforma educativa, pero no hay ni ciclo lectivo

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En la discusión pública sobre la reforma educativa, se repiten palabras grandilocuentes: modernización, nuevos paradigmas, 136 artículos, educación en casa, educación religiosa, paros limitados, servicios esenciales. Sin embargo, mientras el debate se eleva en abstracciones, la realidad cotidiana de las escuelas muestra una contradicción elemental: no hay ciclo lectivo; lo que existe es una ficción que todos aceptamos como si fuera cierta.

La escena que dispara esta reflexión es tan insólita como reveladora. En Córdoba, a las cinco de la mañana, un grupo de estudiantes secundarios festejaba el “último día de clases” en una hamburguesería. El calendario escolar indica que las clases terminan el 19 de diciembre. Pero ellos celebraban el 20 de noviembre. Un mes antes. Y nadie en la comunidad educativa parece sorprenderse.

Esa desconexión entre el calendario formal y la práctica real se replica en todo el sistema. Hay escuelas que cierran cursos porque empiezan las mesas de exámenes. Otras que, para llenar el tiempo, ofrecen talleres improvisados —como yoga— para los alumnos que no deben rendir. Algunas directamente sugieren no asistir. El resultado es un mosaico caótico donde cada institución decide, dentro de lo posible, cómo sobrevivir a un esquema que no funciona.

Su correlato aparece también al inicio del año: clases que no empiezan cuando deben, semanas enteras interrumpidas por actos, paros de docentes, paros de transporte, feriados nacionales, feriados locales, días del estudiante, del maestro, del profesor, del patrono, del fundador de la ciudad. Si las clases empiezan el 2 de marzo y “terminan” a mediados de noviembre, lo que queda es un ciclo escolar de facto con casi cuatro meses de vacaciones. Y eso sin contar los recesos de invierno, los fines de semana largos y las pérdidas estructurales por días sin actividad.

A esto se suma un fenómeno creciente: familias que, por decisión propia, retiran a los chicos de la escuela para viajar en mayo o septiembre, con el aval explícito o tácito de algunas instituciones privadas que ya incorporan “semanas libres” para acompañar este hábito.

¿Cómo discutir una reforma educativa cuando ni siquiera existe un cronograma escolar efectivo? ¿De qué sirve debatir sobre nuevos modelos pedagógicos si no podemos garantizar lo más básico: días de clase reales, sostenidos y equivalentes para todos?

Detrás de este desorden hay un consenso tácito, una suerte de pacto de comodidad compartida entre familias, docentes, escuelas, sindicatos y autoridades. Cada uno aporta algo al caos, y el resultado es una estructura que vive más en el discurso que en la práctica. Hablar del valor de la educación es casi una liturgia vacía, repetida cada Día del Maestro, mientras los chicos salen del sistema sin saber resolver una regla de tres.

Tal vez la verdadera reforma educativa no esté en un proyecto de ley de 136 artículos, sino en algo mucho más elemental: ordenar el calendario y cumplirlo. Fijar un inicio inamovible —el último lunes de febrero, por ejemplo— y un cierre uniforme —el tercer viernes de diciembre—. Que los exámenes se rindan antes o después, pero nunca en medio del ciclo. Limitar los feriados, acotar los actos escolares y dejar de duplicar celebraciones. Y, sobre todo, dejar de justificar la ausencia de clases detrás de eufemismos como “eventos institucionales”, “talleres opcionales” o “actividades alternativas”.

Antes de pensar en la educación del futuro, habría que empezar por algo más modesto pero indispensable: reconstruir la cultura del aula, del horario y de la clase que se dicta todos los días. Sin eso, cualquier reforma será apenas un cambio de palabras en un país que se acostumbró a naturalizar un cronograma escolar que, en rigor, no existe.

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