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¿Se repite la historia? EE.UU.-China y la trampa de Tucídides

  

09/04/2025 | 19:19Redacción Cadena 3

FOTO: Donald Trump y Xi Jinping. (Foto: ilustrativa)

Cuando Donald Trump anunció un nuevo paquete de aranceles del 125 % contra productos chinos, no solo sacudió a Wall Street. También activó una alarma silenciosa que resuena en los salones del poder en Washington, Pekín… y en los anaqueles de historia.

La medida, aplicada con efecto inmediato exclusivamente a China, dejó en claro cuál es la verdadera pelea de fondo. Mientras el presidente postergaba por 90 días los aranceles para la mayoría de las naciones —buscando dar un respiro a los mercados globales—, endurecía su postura con China como señal inequívoca de que la guerra comercial no es solo una disputa por productos baratos o déficits fiscales. Lo que está en juego es más grande: ¿pueden dos superpotencias compartir el mundo sin destruirlo en el intento?

Esa es, en esencia, la pregunta que plantea la célebre “trampa de Tucídides”, un concepto revivido por el politólogo Graham Allison, que se apoya en una antigua advertencia del historiador griego. Tucídides explicó que la guerra del Peloponeso fue “inevitable” porque el ascenso de Atenas sembró miedo en Esparta, que reaccionó para defender su estatus dominante. El paralelo moderno es inquietante: China crece, EE.UU. se siente amenazado, y el conflicto escala.

Una chispa puede encender una reacción en cadena

Graham Allison estudió 16 casos históricos donde una potencia emergente desafió a otra dominante. En 12 de ellos, el resultado fue la guerra. Y no siempre por una provocación directa. A veces, una simple chispa –un incidente menor, una decisión mal leída– desató una reacción en cadena imposible de frenar. Tal fue el caso de la Primera Guerra Mundial: el ascenso de Alemania y el temor británico al equilibrio europeo desembocaron en un conflicto global tras el asesinato de un archiduque en Sarajevo.

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Hoy, el telón de fondo es ese: desconfianza mutua, tensiones estructurales y una creciente incapacidad de entender los movimientos del otro como algo distinto a una amenaza. La guerra comercial es solo una expresión de un conflicto más profundo, que también abarca disputas por Taiwán, el mar de la China Meridional, la supremacía tecnológica y la seguridad global.

Trump lo justificó con su retórica habitual: “falta de respeto a los mercados”, acusó. Pero más allá del show, el mensaje fue claro: Estados Unidos endurece su postura y desafía frontalmente el ascenso de China. Pekín, por su parte, ya habla de “coerción económica” y advierte sobre represalias.

¿Puede un gesto inesperado frenar esta espiral?

A lo largo de la historia, algunos de los conflictos más peligrosos se desactivaron no con sanciones ni amenazas, sino con símbolos inesperados. Y la relación entre Estados Unidos y China ofrece un ejemplo notable: la célebre “diplomacia del ping-pong”.

En 1971, en plena Guerra Fría, las dos potencias no tenían relaciones diplomáticas formales. Sin embargo, un hecho mínimo –la invitación del equipo estadounidense de tenis de mesa a competir en China– abrió la puerta a una distensión impensada. Un año después, Richard Nixon visitó Pekín y selló un acuerdo histórico con Mao Zedong.

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El Comunicado de Shanghái no fue solo una foto: redefinió el orden internacional. Washington y Pekín, entonces enemigos ideológicos, encontraron un interés común (contener a la Unión Soviética) y realizaron concesiones profundas. China se distanció de Moscú. Estados Unidos aceptó a la China comunista en el escenario global.

Ese episodio es hoy una advertencia y una esperanza: si hubo un gesto capaz de cambiar la historia, ¿por qué no podría volver a ocurrir?

¿Y si esta vez no hay ping-pong?

Diversos analistas sostienen que el actual conflicto ya no se limita al comercio. Desde cierta perspectiva, la guerra en Ucrania funciona como un conflicto subsidario entre EE.UU. y China. Washington apoya a Kiev para contener a Moscú. Pekín apoya tácitamente a Putin, no por amor a Rusia, sino porque prolongar ese conflicto erosiona a Occidente.

La alianza entre Xi Jinping y Vladimir Putin refuerza esa lectura: las potencias están moviendo fichas en tableros cruzados, desde Europa del Este hasta Asia-Pacífico, sin enfrentarse directamente. Pero el riesgo es que esa competencia silenciosa se vuelva ruidosa.

¿Hay salida?

Sí, pero no será fácil. La historia demuestra que evitar una guerra de hegemonía requiere ajustes profundos y dolorosos por ambas partes. Estados Unidos tendría que aceptar que ya no está solo en la cima. China, demostrar que su ascenso no implica arrasar con las reglas del juego global.

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Un pacto posible –algo así como un nuevo Acuerdo del Plaza, como el que EE.UU. firmó con Japón en los años 80– debería incluir reducción de aranceles, garantías mutuas de competencia justa, y un nuevo marco multilateral que acomode a China sin desestabilizar el sistema.

Pero eso exige valentía política. Y tanto Trump como Xi Jinping han construido su narrativa sobre la idea de no ceder ante el otro. El nacionalismo económico está a flor de piel. Retroceder cuesta votos. Y cuesta poder.

La trampa sigue abierta

Otra lección del tiempo es que los grandes choques no siempre son inevitables. Pero también que, cuando los líderes insisten en repetir errores estratégicos, la tragedia puede volverse autoprofecía.

Xi Jinping lo expresó con claridad en 2015, durante una visita a Estados Unidos, cuando dijo que "No existe una trampa de Tucídides inevitable en el mundo. Pero si las grandes potencias cometen errores estratégicos repetidamente, podrían crear ellas mismas esa trampa".

La advertencia no es menor. Porque hoy, con cada nuevo arancel, sanción o gesto hostil, Washington y Pekín avanzan un paso más dentro del laberinto.

Mientras tanto el mundo observa. Esperando que dos gigantes aprendan a competir… sin colisionar.

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