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El vicepresidente que terminó de espaldas a su esposa en la Recoleta

La historia de Salvador María del Carril revela un hombre de poder y decisiones, cuya vida se entrelaza con la humillación provocada a su esposa. Un relato de ambición, rencor y legado que perdura en la memoria colectiva.

11/07/2025 | 08:58Redacción Cadena 3

FOTO: Salvador Del Carril y Tiburcia Dominguez

Hay hombres que pasan a la historia por lo que hacen. Otros, por lo que mandan a hacer. Y unos pocos, como Salvador María del Carril, por lo que su esposa decide no perdonar jamás.

Del Carril nació en San Juan, se doctoró en leyes a los 18 años en Córdoba bajo la mirada del Deán Funes —y eso ya decía algo. Fue periodista, abogado, gobernador, ministro, vicepresidente, juez supremo. Fue muchas cosas, muchas más que las que uno suele ser. A menudo, demasiadas. Fue, sobre todo, un hombre al que le gustaba decidir —y más aún, que esas decisiones se escribieran con tinta indeleble en los libros y en la piel de los otros.

Como gobernador de San Juan, quiso traer el siglo XIX de golpe: fundó un diario, impuso una constitución liberal a la inglesa (que quemaron en una plaza), abolió conventos y defendió la libertad de cultos, en una provincia donde no había ni siquiera un infiel con quien estrenarla. Fue, palabras más, palabras menos, un liberal de escritorio y un pragmático sin pudores. 

Cuando le tocó ser ministro de Hacienda con Rivadavia, no dudó en arriesgar el tesoro nacional en emprendimientos mineros de dudosa ética y probada ruina. Cuando creyó que Dorrego debía morir para que la revolución tuviera sentido, escribió a Lavalle para instarlo a fusilarlo "a sangre fría". Y cuando supo que ese crimen iba a necesitar un disfraz, sugirió redactar un acta falsa de juicio. "Si es necesario mentir a la posteridad, se miente", escribió. Y la posteridad, con cierta demora, se enteró.

Sin embargo, y aquí lo irónico, lo cruel, lo casi risueño: ese hombre que instigó un magnicidio sin juicio, que falseó papeles, que acumuló poder y estancias, que fue vicepresidente con Urquiza y juez supremo con Mitre, que jugó con los destinos de otros como con fichas en una partida de ajedrez —ese hombre, ese Salvador María del Carril— quedó sellado en la memoria colectiva por una carta pública. Una sola. Pero no a un general. No a un presidente. A su esposa.

La historia —que a veces se entretiene con el detalle— cuenta que se casó con Tiburcia Domínguez en el exilio, en Uruguay, en 1831. Ella tenía 16 años menos, gustos refinados y una inclinación insaciable por las compras. 

Durante años, mientras él litigaba con la historia, ella elegía perfumes, sedas y sombreros. Hasta que él, harto, decidió hacer lo que todo hombre ilustrado, liberal y ya entrado en años haría: la expuso públicamente. Publicó en los diarios una solicitada en la que anunciaba que ya no se haría cargo de las deudas de su esposa y exhortaba a los comerciantes a no fiarle ni un botón más. Fue, en esencia, una ejecución moral. 

Y ella, aunque no contestó con palabras, selló su respuesta para la eternidad. Mandó construir un mausoleo donde su busto diera la espalda al de él. Literalmente. Dijo: "No quiero mirar en la misma dirección que mi marido por toda la eternidad". Y no lo hizo. En el cementerio de la Recoleta, sus estatuas siguen enemistadas, como si la muerte no alcanzara para reconciliar a dos vidas mal llevadas.

Ese deseo final no quedó solo en la piedra: también lo dejó por escrito. El testimonio aparece en una carta preservada en el Epistolario Gutiérrez —sí, el de Juan María Gutiérrez, poeta, político y constitucionalista de 1853— conservado por la Biblioteca del Congreso. Allí se consigna, sin ambigüedades, el pedido de Tiburcia: que su busto fuera colocado de espaldas al de Salvador. Por orgullo, por rabia o por principio, incluso en el mármol quiso mantener la última palabra.

Porque Del Carril fue, sí, muchas cosas: político hábil, redactor oculto de la Constitución del '53, vicepresidente sin campaña pero con poder, ministro de la Corte que no escribió una línea. Pero fue también eso: el esposo repudiado por su esposa, el hombre que humilló y fue humillado. El que quiso dejar una huella en la historia y terminó dejando una anécdota. El que creyó que el poder era todo y terminó enfrentando el poder más difícil: el del rencor de quien más lo conocía.

Y así, entre una carta sin firma que mandó a matar a Dorrego y una carta con firma que mató su matrimonio, Salvador María del Carril terminó teniendo razón en algo: "Si es necesario mentir a la posteridad, se miente". Pero, a veces, la posteridad igual se entera. Y no perdona.

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