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La solidaridad infinita no es solidaridad

     

06/06/2025 | 11:11Redacción Cadena 3

FOTO: Arrancó el traslado de familias de Miralta a Zepa C. (Foto: Orlando Morales/Cadena 3)

  1. Audio. La solidaridad infinita no es solidaridad

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En los últimos días, la ciudad de Córdoba fue testigo de un nuevo capítulo en el complejo debate sobre la solidaridad, la autoridad del Estado y los límites de la generosidad en el manejo de los asentamientos irregulares. 

En los barrios El Platito y Miralta, ubicados en el este de la ciudad, sobre la colectora de la Circunvalación entre la Avenida Sabatini y el río Suquía, se desarrolla una situación que afecta no solo la planificación urbana, sino también los valores de una sociedad que se debate entre la empatía y la justicia.

Estos terrenos, de propiedad pública y destinados a la construcción de una colectora vial, fueron ocupados por familias que levantaron viviendas precarias en un lugar donde, por normativa, no se puede construir. 

Con un enfoque humanitario, el Gobierno de Córdoba, en conjunto con trabajadores sociales, realizó un censo para identificar a las familias afectadas y ofrecerles una solución: la reubicación en el barrio Zepa, donde se construyeron 40 viviendas nuevas, pequeñas pero completas, con dormitorio, cocina-comedor, baño, servicios básicos, calefacción solar y la posibilidad de ampliación.

Sin embargo, el proceso de traslado destapó una serie de conflictos que evidencian los límites de esta "solidaridad infinita". 

Por un lado, algunas familias se resisten a mudarse, argumentando que las viviendas asignadas son demasiado pequeñas para su composición familiar. Un testimonio reciente de una vecina del lugar en Cadena 3 ilustró este punto: la mujer afirmó que no podía aceptar la casa ofrecida porque en su hogar convivían 14 personas, una cifra que pone en duda la precisión del censo realizado por el Gobierno provincial.

Por otro lado, surgieron 20 familias adicionales que no estaban registradas y que, al parecer, se instalaron recientemente en el asentamiento, atraídas por la posibilidad de obtener una vivienda gratuita. ¿Hasta dónde llega la solidaridad cuando se convierte en un incentivo para el fraude?

La situación en El Platito y Miralta no es un caso aislado, sino un reflejo de una dinámica más amplia en Argentina, un país que históricamente abordó los asentamientos con una mezcla de laxitud y buena voluntad. A diferencia de otros lugares del mundo, donde ocupar un terreno público destinado a infraestructura —como una calle, una línea eléctrica o un gasoducto— resultaría en un desalojo inmediato, aquí el Estado opta por negociar, censar y ofrecer soluciones. Pero esta generosidad, aunque bienintencionada, parece desmoronarse bajo el peso de una extorsión moral constante. La sociedad cordobesa, que financia estas viviendas con sus impuestos, observa con indignación cómo los recursos destinados a los más necesitados son cuestionados por quienes exigen más o, peor aún, por quienes se suman oportunistamente al reclamo.

El problema trasciende la logística del traslado. Hay una pérdida progresiva de la autoridad del Estado, que se ve atrapado en un ciclo de negociaciones interminables. Todo parece estar sujeto a discusión: desde el tamaño de las viviendas hasta la legitimidad de los ocupantes. Esta falta de firmeza no solo desmoraliza a los contribuyentes —que ven cómo sus esfuerzos financian soluciones que no terminan de concretarse—, sino que también envía un mensaje peligroso: en Argentina, la ocupación irregular puede ser recompensada. Este "buenismo" social, como algunos lo llaman, estimula el fraude y perpetúa un sistema donde la solidaridad se transforma en una carga insostenible.

La indignación no se limita a los ocupantes de los asentamientos. Hay cordobeses que, con esfuerzo, pagan alquileres, construyen sus casas o viven en barrios sin servicios básicos como alumbrado, cordón cuneta o asfalto. Para ellos, la idea de que se regalen viviendas sin una contraprestación clara resulta una afrenta. La solidaridad, cuando no está acompañada de reglas claras y una autoridad que haga cumplir la ley, termina siendo lo opuesto a su propósito original: genera resentimiento, fomenta la desconfianza y debilita la cohesión social.

Es hora de replantear este modelo. La solidaridad debe ser un acto de justicia, no una puerta abierta al oportunismo. El Estado tiene la responsabilidad de actuar con firmeza, garantizando soluciones para quienes realmente lo necesitan, pero también estableciendo límites claros para evitar abusos. Los gobiernos, elegidos para tomar decisiones, no pueden seguir atrapados en una dinámica de negociación perpetua que los paraliza y los expone a críticas, incluso cuando intentan actuar con buenos principios.

La situación en El Platito y Miralta es un llamado de atención. No se trata de criminalizar a las familias que buscan un lugar donde vivir, sino de reconocer que la solidaridad infinita, cuando se somete a la extorsión constante, deja de ser solidaridad. 

Es momento de recuperar la autoridad del Estado, no con represión, sino con reglas justas y transparentes que respeten tanto a los necesitados como a los que, con su esfuerzo diario, sostienen el sistema. Porque, al final, la verdadera solidaridad no se construye con concesiones ilimitadas, sino con un equilibrio que beneficie a todos sin desmoronar el orden social.

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