Lo que falta es una reforma cerebral
11/12/2025 | 11:17Redacción Cadena 3
Por momentos, parecería que en Argentina todo debate termina chocando con una pared construida hace décadas: un sentido común rígido, emocional, impermeable a cualquier evidencia. Algo de eso vuelve a aparecer ahora, cuando la discusión sobre la reforma laboral pasa del terreno de las buenas intenciones a la letra concreta. Se acabaron las sonrisas, las fotos y las frases amables. Empieza la política real. Y ahí, otra vez, aparece la negación automática.
Porque la secuencia ya la conocemos. Antes de que se conociera el proyecto, algunos sectores ya anunciaban su rechazo. Ahora que el texto está sobre la mesa, la CGT, el kirchnerismo, parte del peronismo y la izquierda levantan la misma bandera: “No se puede tocar nada”. No importa qué diga la propuesta, no importa el contexto ni las evidencias. El reflejo es siempre el mismo: negar por negar.
Esa negativa, más emocional que racional, tiene raíces profundas. Es una hegemonía cultural que se consolidó durante las últimas siete u ocho décadas y que combina ideas equivocadas, ignorancia voluntaria y una especie de romanticismo anacrónico sobre la relación entre trabajadores y empleadores. En esa lógica, el empleador sigue siendo visto como una suerte de tutor medieval y el trabajador, como un siervo sin voluntad propia, sin libertad para negociar, sin la capacidad de decidir qué le conviene y qué no.
Esto se ve claramente en debates como el del banco de horas o el pago en especies. La premisa que subyace es que el trabajador nunca puede negociar con el empleador porque, indefectiblemente, ese empleador lo va a perjudicar. No hay matices. No hay sectores productivos diversos. No hay relaciones laborales modernas. Todo se simplifica en un dogma moral que cancela cualquier posibilidad de acuerdo entre adultos libres.
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También aparece otra falacia repetida: "Cambiar las leyes no crea empleo; lo crea la economía cuando crece". Justamente por eso se discute la reforma. Porque con este marco legal, rígido y anticuado, la economía argentina lleva décadas sin despegar. Que estas normas no sean el único problema no implica que no sean parte del problema.
La reforma laboral propone algo que en otros países se considera casi obvio: menos rigidez, menos trabas, menos normas que suponen que todas las relaciones humanas se dan en un escenario de abuso permanente. Dar más libertad para organizar la producción no es una concesión al empresariado; es una condición de posibilidad para que el país pueda moverse hacia adelante.
El argumento de que la reforma está pensada “para facilitar despidos” es otra caricatura. ¿Desde cuándo el negocio de una empresa es echar trabajadores? ¿En qué cabeza cabe que una economía puede prosperar destruyendo empleo por deporte? Lo que se discute no es si se puede despedir más o menos, sino si las condiciones actuales generan un ecosistema tan frágil que nadie quiere contratar por temor a no poder adaptarse cuando la realidad cambia.
Casi la mitad del país trabaja en negro. El resto trabaja en blanco, pero con salarios que se comparan pobremente con cualquier país medianamente estable. ¿Qué conquistas sociales se están defendiendo si la realidad muestra que este sistema no da bienestar ni seguridad?
Es probable que la discusión sobre la reforma laboral avance, retroceda, se frene o se transforme. Pero nada de eso será duradero si no se produce un cambio más profundo: una reforma mental. Entender que no hay progreso posible si las reglas siguen moldeadas por prejuicios del siglo pasado. Entender que más libertad —bien regulada, sin trampas, sin corporativismos— no es un peligro, sino una oportunidad.
La Argentina no necesita solamente una reforma en sus leyes. Necesita, sobre todo, una reforma en sus ideas. Mientras sigamos discutiendo con los reflejos automáticos de siempre, nada cambiará. Y es evidente que lo que tenemos no funciona.
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