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El tenebroso pasillo sin salida de la AFA

Hay episodios que funcionan como síntesis. En pocos gestos, en pocas escenas, revelan lo que discursos enteros no alcanzan a explicar. El giro de los jugadores de Estudiantes, negándose a aplaudir a Rosario Central fue exactamente eso.

24/11/2025 | 18:21Redacción Cadena 3

Perspectiva Nacional

Chiqui Tapia (NA)

FOTO: Chiqui Tapia (NA)

  1. Audio. El tenebroso pasillo sin salida de la AFA

    Ahora país

    Episodios

Hay episodios que funcionan como síntesis. En pocos gestos, en pocas escenas, revelan lo que discursos enteros no alcanzan a explicar. El giro de los jugadores de Estudiantes, negándose a aplaudir a Rosario Central en un pasillo impuesto por la AFA, fue exactamente eso: un instante que expuso la trama de autoritarismo, arbitrariedad y temor que domina hoy al fútbol argentino.

No se trató solo de un plantel que decidió expresar un descontento puntual. La reacción inmediata —la amenaza de sanciones, la mirada inquisidora sobre Verón, el árbitro obligado a informar el gesto— dejó en claro que para la conducción de AFA, disidencia es sinónimo de desafío intolerable. Ese es el primer problema: un sistema que no admite objeciones sin castigo es, por definición, un sistema autoritario.

Pero no es el único. La influencia de "Chiqui" Tapia y su operador más visible, Pablo Toviggino, se ha convertido en un poder que anticipa resultados antes de que se juegue un partido. No porque conozcan de fútbol, sino porque controlan los hilos arbitrales y disciplinarios con una discrecionalidad que ya ni intentan disimular. Lo vio San Lorenzo este fin de semana; lo vive cualquier club que se cruce en el camino de los intereses de quienes gobiernan Viamonte.

Lo de Andrés Fassi, presidente de Talleres, es otro ejemplo elocuente. Tras criticar la conducción, debió retractarse públicamente para evitar que su club quedara a merced de decisiones “administrativas” capaces de enviarlo al descenso. La secuencia —la crítica, el pedido de perdón, y luego la burla pública de Toviggino— revela un mecanismo más propio de una corte feudal que de una institución deportiva: humillación como método disciplinador.

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Por eso este problema excede lo futbolístico. Lo que está en juego no es solo la legitimidad de un arbitraje o la transparencia de un torneo. Es la salud institucional de la actividad que más pasión despierta en el país. Cuando el fútbol admite —y naturaliza— un régimen donde la justicia depende del humor de dos dirigentes, la deriva es política, no deportiva.

La opacidad económica completa el cuadro. Nadie conoce con precisión el manejo de los millones generados por la Selección argentina. Nadie audita, nadie controla. Y, como en todo sistema cerrado, nadie se atreve a criticar. No lo hace el propio presidente Milei, aunque haya cuestionado públicamente la gestión de la AFA. No lo hace porque hay un Mundial por delante y porque cualquier choque que pudiera comprometer la armonía de la Selección generaría un costo político que nadie está dispuesto a pagar.

Así, el miedo se expande más allá de los clubes, más allá de los dirigentes. Se vuelve un clima. Una normalización. Aceptamos que ciertos equipos serán beneficiados, que otros serán perjudicados, que un penal puede depender del club al que responda el árbitro o de quién esté en la cabina del VAR. Lo aceptamos como si fuera parte del folklore, cuando en realidad es la señal más clara de que la justicia deportiva ha sido reemplazada por la conveniencia del poder.

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Lo grave es esto: no hablamos del funcionamiento de una federación más. Hablamos del corazón emocional del país. De la actividad que une generaciones, barrios, provincias. De la industria cultural más potente que tiene la Argentina.

El fútbol argentino está atrapado en un esquema autocrático que no admite voces disidentes, que distribuye castigos y favores según conveniencias políticas, que maneja dinero sin transparencia y que somete a clubes, jugadores, árbitros y hasta gobiernos a una lógica de temor.

Y mientras tanto, todos seguimos como si fuera normal. Eso —la naturalización del abuso— es, quizá, la señal más alarmante de todas.

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