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La fama es puro cuento
En el pueblo todos eran de Boca y River; sin embargo, mi tío Roberto me hizo hincha de Independiente. "¿Por qué sos del Rojo?", le pregunté enojado y me contó la historia. Escuchá el cuento.
AUDIO: "Hacerse hincha", el cuento de Mauricio Coccolo
FOTO: "Hacerse hincha", el cuento de Mauricio Coccolo
Mauricio Coccolo
Soy hincha de Independiente por culpa de mi tío Roberto, al que odié cuando era chico porque sentía que me había metido en un problema innecesario. Si en el pueblo todos eran de Boca o de River, qué necesidad tenía yo de ser de Independiente.
Un día, enojado, harto de que los otros chicos en la escuela me preguntaran con sorna “¿por qué sos hincha de Independiente?”, le dije a mi tío Roberto que me quería hacer de otro club. De cualquiera, me daba lo mismo, pero no aguantaba el peso de ser el único del Rojo. Le expliqué que no tenía a quién cargar después de los clásicos. Creo que también le dije que me sentía ignorado porque en los recreos de los lunes solo se hablaba de Boca y de River. Y también le conté que se me burlaban porque en Fútbol de Primera apenas pasaban cuatro o cinco minutos de los partidos de Independiente.
Para rematar, casi como un reproche, le dije que no tenía sentido que me siguiera enseñando sobre las hazañas de Erico, Pepe Santoro, Pastoriza o Bochini porque no me servía para nada. A ninguno de mis compañeros le interesaba escucharme hablar sobre el Rey de Copas y menos tenían ganas de ponerse a discutir. Simplemente me ignoraban. Y eso era lo peor.
Mi tío Roberto me miró como si se mirara a sí mismo. El planteo no lo sorprendió, al contrario, parecía que lo estaba esperando. No lo dijo, pero se le notaba en los ojos que a él le había pasado algo parecido. Eligió como pudo las mejores palabras que se le ocurrieron y arrancó diciendo que mi sentimiento, nuestro sentimiento -el de los dos-, era tan único y especial que los otros lo desconocían y por eso no lo podían entender.
Después se enredó en algunas explicaciones secundarias y guardó lo mejor para el final. “¿Sabés cuándo te hiciste hincha de Independiente?”, me dijo. Sin dejar lugar para la respuesta, él mismo contestó: “Fue el día que le ganamos al Liverpool en Japón”.
La historia de mi tío Roberto era una mezcla perfecta entre el mito y la realidad. Como si fueran el tubito blanco y el gris del Poxipol, el mito y la realidad solo funcionan cuando se los combina porque por separado no sirven para nada.
Desde ese día tuve el mejor de los argumentos para cualquiera de las discusiones sobre fútbol en la escuela. Mis compañeros miraban incrédulos, pero se tenían que rendir ante la evidencia: Independiente había sido campeón de la Copa Intercontinental contra el Liverpool en Japón. Pero eso no era lo mejor. Lo mejor era que, según el relato de mi tío Roberto, los jugadores habían salido a la cancha bajando desde lo alto de las tribunas en una escalera mecánica. ¡Una escalera mecánica! Esa era mi coartada perfecta. Un argumento irrefutable de una grandeza incomparable. Nadie tenía pruebas de que algún otro club argentino hubiera conseguido semejante hazaña: entrar a la cancha en una escalera mecánica. Todas las salidas a la cancha que mis compañeritos de escuela habían visto eran iguales, la mía era única.
Cuando estaba acorralado en algún debate futbolero, antes de maldecir a mi tío Roberto por haberme hecho de Independiente, sacaba la carta de la Intercontinental en Japón contra el Liverpool y la escalera mecánica. Todo era exótico: una copa no habitual pero prestigiosa, frente a un rival inglés muy renombrado y en un país lejano. Japón era clave para sostener el elemento más débil de la historia, porque si se hubiera jugado en Malasia sonaría igualmente extraño, pero no resultaría creíble para chicos de seis o siete años porque una escalera mecánica como esa solo era posible si la habían construido los japoneses.
Lamentablemente la ingeniosa historia dejó de tener impacto a medida que fuimos creciendo y abandonamos la inocencia. El paso del tiempo nos convierte en seres desconfiados. Y eso es lo malo. Cuando empezamos a creer en los mitos solo porque nos convienen, dejamos de ser niños para convertirnos en adultos.
Por suerte otra vez estuvo ahí mi tío Roberto para suplantar la ausencia de mi papá. Mi papá era el mejor hombre del mundo, pero no le gustaba el fútbol. En realidad, le daba lo mismo. Cuando le preguntaban de qué cuadro era hincha decía que de Independiente, pero lo hacía por costumbre y, fundamentalmente, para no tener que explicar por qué no le gustaba el fútbol.
Si hubiera dependido de mi papá yo podría haber sido de Boca, de Independiente o de Banfield. Le daba lo mismo. Pero a mi tío Roberto no y por eso me siguió atentamente desde chico para evitar que cayera en la tentación de cambiar de equipo. Cuando se dio cuenta de que con el versito de la Intercontinental en Japón contra el Liverpool y la escalera mecánica ya no alcanzaba, recurrió a lo que nunca falla: me llevó a la cancha.
Mi tío Roberto tuvo la precaución de elegir un partido tranquilo, pero no insulso. Para la gente del interior que no está acostumbrada a ir siempre a la cancha esa es una decisión clave, porque si el juego es un bodrio, con las tribunas semivacías y contra un rival menor el riesgo de decepcionarse es muy alto. Por otro lado, un clásico chivo es una amenaza por varios motivos: la seguridad, la fatalidad de comerse una goleada histórica o el potencial encanto de algún crack rival.
Atento a todas esas variables, mi tío Roberto decidió que fuéramos a un partido contra Ferro. Eligió bien. Como se jugaba un viernes tuve que faltar a la escuela y ese fue el primer primer punto positivo. Además, como se jugó de noche tuvimos tiempo para conocer Capital Federal. Nada del otro mundo, pero me permitió confirmar algo que sospechaba: los porteños son un poco exagerados. Recuerdo que cuando llegamos al Obelisco mi tío Roberto, como un presentador, empezó a contarme la historia del monumento más conocido del país y yo puse cara de “…ah, esto era…".
Tengo en la memoria todos los detalles del partido y conservo algunas fotos que cada tanto reviso para asegurarme de que el paso el tiempo no me engañe.
En la cancha había la cantidad justa de gente: no era un loquero peligroso, ni tampoco un vacío depresivo. Al principio me costó concentrarme en el partido porque me la pasaba mirando los movimientos de la hinchada, los cantitos, los bombos, las banderas. Hasta que encontré al jugador del apodo raro y los pelos extravagantes. Ya lo había visto por televisión, pero era distinto verlo en vivo, de carne y hueso. El tipo irradiaba algo, no sabía muy bien qué, pero tenía un aura, una luz. Ángel, tenía. Eso es: Albeiro Usuriaga, “el Palomo”, tenía ángel.
Independiente ganaba, sin que le sobrara demasiado, por un gol que se había hecho el arquero de Ferro después de un tirito del Dani Garnero. Con la tranquilidad del triunfo parcial, y cierta confianza que ya tenía a esa altura del partido, le pedí permiso a mi tío Roberto y bajé hasta el borde del tejido para sacarle fotos a los jugadores desde más cerca.
Como esas cosas a mitad de camino entre el destino y la casualidad, la pelota y el morocho se encontraron en el área rival sobre el sector derecho del ataque, justo del costado donde mis manos transpiraban agarradas al alambre.
Lo que pasó no fue magia, aunque se pareció bastante. Usuriaga hizo dos veces, con la misma prestancia y efectividad, el mismo amague para que pasaran de largo dos defensores diferentes. Parecía una jugada tartamuda, hasta que de repente sacó un zurdazo con la comba y la potencia justas para mandar la pelota al lado del palo. Lo mejor de todo fue que el Palomo, en el festejo, salió corriendo, trotando en realidad, hacía el lugar donde yo estaba. Sentí que buscaba, con la seguridad de los predestinados, el flash de mi pequeña cámara de fotos. Apreté el gatillo y pasé el rollo tantas veces como pude con los dedos tiritando por la emoción. No era tan fácil con esos aparatos semiautomáticos de aquella época.
Envuelto por semejante alegría, no tuve en cuenta que los rollos de fotos tenían un máximo de 36. A veces, con un poco de suerte, salían algunas más, pero no era lo habitual. Recién cuando estábamos en la puerta del vestuario, esperando la salida de los jugadores, me di cuenta de que el contador de la cámara marcaba “35”, el peor de los números: solo quedaba una foto. No me quedó otra opción que dejar pasar a todos los futbolistas mientras guardaba, como un tesoro, el último flash esperando que se asomara la llamativa, y recién lavada, cabellera del Paolomo Usuriaga.
El colombiano fue cumpliendo con todos los pedidos de fotos y autógrafos, uno detrás de otro como si estuviera pasando por la cinta de una embotelladora. Cuando llegó mi turno, se agachó un poco para que quedáramos a la misma altura y mi tío Roberto nos sacara la foto. En ese momento, no sé qué me pasó, pero no pude resistir la tentación de acariciarle esos rulos que parecían resortes negros. El instinto infantil movió mi mano hacía esa palmera capilar. Hasta el día de hoy no entiendo por qué estaba tan embobado, hipnotizado, por los pelos del Palomo Usuriaga. Tendiendo en cuenta, además, que ya era un grandote con patas lo suficientemente peludas como para andar haciendo esas cosas.
No lo pude evitar y le acaricié la cabeza como si fuera un santo al que le estaba pidiendo ayuda para un examen. El negro, con cierta razón, reaccionó descortés. Escondió los dientes, que parecían teclas de un piano de marfil, y visiblemente enojado se sacó mi mano de encima con una palmada que ni siquiera llegó a ser una cachetada. Enseguida entendí que Albeiro Usuriaga odiaba que le tocaran el pelo. Decepcionado, busqué complicidad en mi tío Roberto, esperando que le dijera algo, no que lo insultara, pero sí que me defendiera.
Mi tío Roberto se puso serio y, sin levantar el tono pero con la firmeza suficiente para que no quedaran dudas, me dijo: “Si al Palomo no le gusta que le toquen el pelo, no se le toca el pelo. ¿Entendido?”. Esa noche me terminé de hacer hombre. Y también hincha de Independiente.
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