El último Mundial.

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El último Mundial

21/11/2022 | 18:31 |  

Redacción Cadena 3

Mauricio Cóccolo

El último domingo que hablamos estuve a punto de contarle que me cansé y que estaba pensando en volver. También estuve a punto de decirle que lo quiero mucho porque justo ese día había estado pensando que nunca se lo dije. Pero no pude. No me animé. O no me salió. Y una vez más no llegué a tiempo. Como tampoco pude llegar a cumplir el sueño que amasamos juntos: viajar a un Mundial.

Siempre llego tarde, como si viviera en el tiempo equivocado.

Desde que salí a dar vueltas por el mundo, a jugar en ligas de segundo nivel, con mi papá tenemos —ya me acostumbraré a decir teníamos— el ritual de hablar por teléfono todos los domingos a la noche. Siempre comentábamos generalidades: que cómo está el clima allá, que acá no para de nevar, que volvimos a perder, que cada tanto ganamos y cada tanto juego de titular.

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Desde que estoy en Arabia Saudita lo quise traer mil veces a la cancha, pero ni con la excusa del Mundial logré convencerlo. Renové por un año más, pero no hubo caso. Siempre encontraba algún pretexto: que los perros, que la casa, que el trabajo, que para qué íbamos a gastar tanto en pasajes...

Posiblemente esto de vivir a destiempo tenga algún componente hereditario porque mi viejo, aunque es un tipo bien de su época, siempre renegó de los avances que llegaron después y ya no le pertenecían. Se murió sin tocar una computadora. Una pavada que no sé por qué se me ocurre. Mejor dicho: sí sé, pero me da cosa pensarlo. Si hubiera querido podría haber visto, por lo menos, algunos partidos en vivo. Claro que me iba a tener que adivinar entre el pixelado y la niebla.

¡No! Yo no entiendo nada de esas cosas, me respondía cada vez que le sugería que aceptara la invitación del gordo Martín para ir a ver los partidos en la computadora. ¿Cómo en la computadora? ¿No lo pasan por la tele?, preguntaba haciéndose el desentendido. Me gusta suponer que en realidad quería escucharme contarle por teléfono qué había pasado.

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Mi papá no entendía el mundo virtual. Para él las cosas eran reales o no eran. A los partidos los pasaban por televisión o no los pasaban. Los resultados salían en el diario o no salían. Un tipo como mi viejo jamás se hubiera imaginado que su hijo lo terminaría llorando a miles de kilómetros, una semana después de muerto y adelante de una computadora.

Encima se murió justo antes del Mundial. Perdón, ya sé parece estúpido pensar en eso, pero no lo es para los que ordenamos la vida según los mundiales.

El del 90 fue mi primer Mundial: miramos todos los partidos con mi papá en el televisor de la cocina. Al del 94 lo compartí con los compañeros de la primaria. Para el 98 faltaba mi mamá. Al del 2002 mejor ni recordarlo: justo ese año me salió una prueba en España, me fui y no volví más. 2006: casado. 2010: separado, yo papá y mi papá, abuelo.

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Por suerte, para el 2014 pudimos juntarnos de nuevo en casa y repetimos el ritual con mi viejo y mi hijo: vimos juntos los siete partidos de Argentina, sentados en las mismas sillas de caño del 90. Del 2018 mejor ni hablar. Y Qatar era la última oportunidad…

Aunque nunca me reclamó nada, siempre tuve la sensación de deberle algo a mi papá y sentí que la deuda sería impagable cuando el gordo Martín llamó para avisarme. Justo antes de que empiece el Mundial. No pude llorarlo. No me salió nada. La distancia es una excusa insuficiente.

Las lágrimas son un misterio: aparecen cuando menos las esperamos. No sé de dónde salen, pero supongo que deben nacer en el pecho porque no puedo parar de llorar desde que el nudo se desató tras leer el correo electrónico que me mandó el gordo Martín:

No te lo quise contar cuando hablamos por teléfono el otro día porque te noté raro. El lunes a la mañana lo crucé a tu viejo y estaba perfecto. De diez. Todavía no entiendo qué pasó. Hablamos de vos, me contó que otra vez lo invitaste para que fuera al Mundial. Me dijo que habían ganado y que jugaste algunos minutos.

Me ofrecí a mostrarle los goles, pero como siempre dijo que no podía, que estaba apurado. Llevaba el diario debajo del brazo, apoyado contra el pecho. El orgullo se le escapaba de la cara y le brillaban los ojos. Aunque no me dijo nada te puedo asegurar que quería llegar rápido para fijarse si había salido algo de vos o del partido en el diario. Todos los lunes hacía lo mismo. Tu viejo se murió acompañándote y esa fue su forma de ser feliz hasta el último día.


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