Trump y Milei.

Gira presidencial

Un día en la Casa Blanca: Trump, Milei y el vértigo del respaldo

15/10/2025 | 12:35

Entre micrófonos, protocolo y un menú especial, el apoyo del presidente de EE.UU. a Argentina terminó dejando un eco ambiguo, que debió ser aclarado.

Redacción Cadena 3

Marcos Calligaris

Nublado. Hojas secas en el piso, ardillas cruzando Pennsylvania Avenue como si el mundo no fuera a interrumpirlas jamás. En la puerta de la Casa Blanca, coreografía de trajes y tensiones: perros husmean mochilas, manos que ofrecen pasaportes, fotógrafos a quienes les hacen disparar sus cámaras para probar que disparan fotos y no otra cosa. La ansiedad es un idioma compartido; uno de los periodistas argentinos confiesa que miró un tutorial de YouTube para aprender a hacerse el nudo de la corbata. Otros se ríen. Apenas.

Adentro, el aire trae ese olor inconfundible de la Casa Blanca: mezcla fina de perfumes, madera pulida y otras hierbas que mi olfato no logra detectar. Un protocolo sin estridencias exige orden: nos retiran los pasaportes, pasan bolsos por máquinas. El Servicio Secreto se desliza entre nosotros con la naturalidad de quien ya aprendió a ser invisible: francotiradores suben a los techos; abajo, otra ardilla vuelve a cruzar, ajena a la puntería de los hombres.

Antes del almuerzo, el anfitrión decide un golpe de efecto: la delegación argentina, con Javier Milei al frente, entra al Salón Oval. Trump, en su salsa, señala el escritorio con la familiaridad de quien muestra una pieza de caza, habla de telas, de cortinados, abre maquetas de futuras remodelaciones como quien enseña una caja de juguetes caros. La comitiva —que nunca había estado allí— escucha con una emoción que no disimula su carácter de souvenir histórico: la foto buscada, el trofeo. En realidad la reunión estaba planificada en ese espacio, pero por la agenda de Trump, recién llegado de Egipto, se decidió transformar la reunión bilateral en un almuerzo de trabajo.

De regreso al comedor, todo está dispuesto al milímetro. Los platos de porcelana con bordes dorados, el escudo de la mansión, los nombres impresos en cada lugar. De un lado, los estadounidenses; del otro, los argentinos. El menú dice: ensalada cítrica, carne asada, postre de vainilla. Arriba, un rótulo que parece escrito para ser fotografiado: "Almuerzo en honor a su excelencia Javier Milei". Todos tienen un vaso de agua. Todos, menos Trump, que tiene uno de Coca Cola, su bebida favorita. Y al costado, un salero y un pimentero diminutos.

El corazón dorado del poder

El almuerzo fue en el Cabinet Room, esa sala vecina al Salón Oval que mira al Jardín de las Rosas y que, más que un cuarto, es un rito. Nació en 1934 con traje de estilo georgiano: molduras neoclásicas, una chimenea flanqueada por nichos donde vigilan Washington y Franklin —bustos de Houdon—, y sobre la repisa un óleo con la firma de la Independencia. Por el lado este, una hilera de puertas francesas deja entrar una leve luz. A la izquierda, sobre el muro oeste, los retratos rotan al antojo del presidente de turno, como una galería privada de humores. Trump no fue la excepción.

La sala es un lugar con historia, dentro de un lugar con historia. En 1945, cuando murió Roosevelt, Harry Truman juró allí mismo y el cuarto se volvió, además, una especie de capilla laica del traspaso. En 1970, Nixon regaló la gran mesa elíptica de caoba y las sillas donde ahora almorzarán ambas comitivas. La silla del presidente, notablemente más alta, dice lo que dice: "The President".

Hoy el Cabinet Room luce cortinas y molduras doradas que Trump hizo colocar y que dan a la sala un aire de Versalles doméstico.

En ese escenario —mezcla de museo vivo y set cinematográfico— se sirvió la ensalada cítrica, la carne asada y el postre de vainilla bajo el rótulo "Almuerzo en honor a su excelencia Javier Milei".

El monólogo

Entonces entramos los periodistas. Trump y sus invitados ya están sentados. Es un momento impactante compartir, mesa de por medio, el espacio con el líder del país más importante del mundo y la máxima autoridad argentina.

Y lo que iba a ser un almuerzo se vuelve, primero, una conferencia de 52 minutos en la que Trump se pasea por todos los temas como por un jardín propio: Ucrania, Medio Oriente, Nueva York, la economía doméstica, China, Venezuela. Según el conteo frío de palabras, habló un 84 % de política estadounidense, 12 % de Argentina y 4% de Medio Oriente. Pero los porcentajes no alcanzan a describir la sensación: la sala es un teatro, y Trump —corbata roja— actúa de sí mismo con precisión de ventrílocuo.

Hay cumplidos para Milei ("gran economista", "está haciendo lo correcto"), hay historias de gorras MAGA enviadas a Buenos Aires, hay promesas ("lo voy a respaldar plenamente"), hay digresiones, hay chistes. Y hay, de pronto, una frase —una de esas frases que son como fósforos— que incendia las salas de trading a 800 kilómetros de aquí:

"Si el presidente no gana… no vamos a ser generosos con Argentina. Si pierde, no vamos a ser generosos".

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La mesa tiembla, no en la Casa Blanca, sino en los mercados: bonos y acciones caen como si alguien hubiera bajado una palanca. Lo que pretendía ser un respaldo exuberante se recibe como condicionalidad. Las palabras viajan; los matices se derraman.

La delegación argentina, sin celulares por razones de seguridad, intuye el problema en tiempo real, pero interrumpir a Trump en pleno show, con cámaras y preguntas, sería como detener una catarata con la mano. La aclaración llega después, en la intimidad de la sobremesa y en declaraciones afuera, con ese viento de Washington que nunca pierde la costumbre.

"No se refería al 26 de octubre — confesará Patricia Bullrich a este periodista—. Hablaba de una filosofía, de mantener el rumbo".

"Imagínense si Estados Unidos va a dar un apoyo tan grande por solo unos días. El apoyo es a las políticas", agregará en la misma línea aclaratoria Luis Caputo, también a Cadena 3.

En paralelo, el propio Trump publica un mensaje en su red social Truth:

"Milei tiene mi total respaldo".

Explica lo que antes se entendió como amenaza: no se trata del calendario, dice, sino de la dirección.

Durante el intercambio con la prensa pasan otras escenas que también cuentan la historia: un traductor que no llega a tiempo con la traducción. (Esto, en la versión oficial; desde adentro pudimos observar que Trump no tenía los auriculares puestos cuando comenzó a hablar Milei), el presidente estadounidense que pregunta si todos entendieron, una carta que Milei le entrega con agradecimientos de rehenes liberados, el presidente argentino que presume del acuerdo de paz en Medio Oriente. También hay una broma filosa cuando Trump me permitió consultarle sobre si enviaría misiles Tomahawk para Ucrania, según sus declaraciones recientes.

"Se los enviaría a su oposición", dice Trump a Milei, sin pestañear. Luego hubo risas, algunas nerviosas.

El eco y las aclaraciones

Mientras tanto, la escena material mantiene su ritmo: la guardia de honor se acomoda para la foto, el menú se enfría con decoro, la vajilla brilla como si cada plato tuviera luz propia.

Hacia el final, cuando ya no quedan muchas preguntas que no hayan sido formuladas, el guion vuelve a su cauce político: comercio, inversiones, terrorismo, China. Trump sugiere que la relación con Pekín debe ser cauta y pone límites: "pueden comerciar, pero nada militar". Scott Bessent, el hombre del Tesoro, oficia de garante: la ayuda estadounidense no está atada al swap con China, aunque sí al rumbo. Es el tono del día: respaldo enfático con asterisco.

Lo que quedará escrito, sin embargo, es menos la contabilidad de las frases que la impresión total: una Casa Blanca lista para la liturgia —la porcelana, los nombres impresos, el cartel del almuerzo— y un anfitrión que, fiel a su estilo, convirtió el encuentro en un acto de campaña global. Un apoyo tan sonoro que, por unos minutos, se volvió ruido.

Las aclaraciones llegaron —de Caputo, de Bullrich, del propio Trump— y trajeron algo de calma a los mercados. Pero ahora queda lo más difícil: que los anuncios previstos para este miércoles —un posible acuerdo comercial "de gran impacto"— den sustancia a una visita que, por momentos, pareció hecha solo de símbolos.

Cuando todo termina, el protocolo desarma la escenografía con la misma prolijidad con que la montó. Nos invitan decorosamente a salir.

Los ministros cruzan nuevamente a Blair House; Milei se queda a un homenaje a Charlie Kirk en el Jardín de las Rosas. El sol se inclina sobre Washington como si tuviera prisa. Las hojas secas vuelven a crujir. En los techos, ya sin francotiradores, quedan las sombras. Y en la memoria, ese olor persistente —mezcla de perfumes y madera recién lustrada— y una certeza: a veces, en política, la intensidad es una forma de ambigüedad.

Este martes 14 de octubre, en la Casa Blanca, el respaldo fue tan alto que se volvió vértigo. Luego vinieron las aclaraciones. Ahora faltan los hechos.

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