Restos de la gobernación argentina en Puerto Soledad, en Malvinas
Monte Longdon, escenario de uno de los mas cruentos combates de la guerra

Cobertura especial

Así empieza el libro sobre las Islas Malvinas de Alejandra Conti y Sergio Suppo

09/03/2023 | 08:00

En "Malvinas, el lugar más amado y desconocido por los argentinos", los periodistas revelan cómo se vive en las islas a 40 años de la guerra desde el lugar de los hechos. Sale hoy en Córdoba. 

Redacción Cadena 3

Escrito por Alejandra Conti y Sergio Suppo, "Malvinas, el lugar más amado y desconocido por los argentinos" revela qué pasó en las islas cuatro décadas después de la guerra. 

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El libro está desde el jueves 2 de marzo en las librerías de la ciudad de Buenos Aires y del conurbano y desde la semana próxima en las de Córdoba y el resto del país.

Un fragmento del libro

Cuando uno llega por aire a las Malvinas desde la Argentina continental puede ver claramente la forma que aparece en los mapas: dos islas principales, la del oeste, Gran Malvina, como si estirara hacia nosotros los brazos formados por islas, islotes y penínsulas; y la oriental, Soledad, que le da la espalda a su hermana y mira hacia el este, hacia la inmensidad del Atlántico, que 6.909 kilómetros más allá termina en el sur de África.

Esta vez, por imposición de los vientos del momento, llegamos desde el noreste, luego de bajar muchos kilómetros casi en línea recta desde el norte de Brasil. Por eso es que apenas divisamos el norte de la isla Soledad, pasamos sobre Puerto Argentino (Stanley) y seguimos en dirección sureste hacia la base militar.

El sol empezaba a caer sobre el oeste y se reflejaba fuertemente en el océano en medio de la tarde. La visibilidad perfecta permitía ver el paisaje desolado de las islas en toda su extensión: el terreno levemente ondulado con algunas elevaciones rocosas. Las costas recortadas, con sus infinitas penínsulas, ensenadas, golfos y bahías, algunas playas de arena clara y agua transparente como las del Caribe. Ese contorno tan accidentado permite que el mar se encuentre cerca de todas partes en Malvinas. Hacia el interior, alejándose de la costa, el terreno tiene el color predominante del pasto seco, de las rocas grises que afloran por todas partes, el de la tierra y la turba que es negra pero no es fértil. Esos son los tonos de las islas, siempre conectados entre sí, como retazos de una frazada rota que flota en el agua.

La base aérea de Mount Pleasant, un complejo de edificios bajos con techos de chapa, está pintada de un verde militar apagado que se camufla con el entorno.

Al descender del avión recibimos el primer golpe de frío glacial, aunque no había un viento tan fuerte como es habitual. Entramos al edificio, más bien un galpón bajo, básico, donde pasamos rápidamente migraciones y se nos entregó el equipaje.

A diferencia de viajes anteriores —el último había sido en 2012—, no hubo esta vez indicaciones para evitar los campos minados que formaban parte de las defensas argentinas en 1982. No hay más bombas antipersonales. Todas fueron desactivadas hace dos años por una empresa internacional que emplea para esa tarea a trabajadores zimbabuenses. Algunos de ellos se quedaron junto a sus familias como parte de la actual población estable de las islas.

Sabíamos, por lo que habíamos leído en los últimos tiempos, que los isleños no aceptan la palabra «Malvinas» y que decir «Puerto Argentino» es directamente un insulto. De todas formas, no podíamos dejar de considerar, con incomodidad, que la designación argentina de la capital de las islas fue decidida por la dictadura durante la guerra. Antes siempre habíamos hablado de «Stanley» o «Puerto Stanley», incluso en la escuela. Entendemos que a los isleños no les guste el nombre con el que Leopoldo Galtieri rebautizó la ciudad y que se mantiene desde entonces en la nomenclatura oficial de la Argentina.

En lugar de ese discurso que solían dar a los recién llegados sobre los peligros que quedaban de la guerra, esta vez todo estuvo referido al Covid. Nos repitieron lo que habíamos leído infinidad de veces en los instructivos que nos enviaron por e-mail cuando hacíamos la gestión del viaje: del aeropuerto iríamos en un ómnibus a nuestro lugar de cuarentena y no podíamos movernos de ahí. Nos hisoparían al día siguiente y al cuarto día. Si dábamos negativo, seríamos libres de circular por la calle.

Afuera, bajo un sol que le gana la pulseada al frío habitual, nos espera el chofer del colectivo, un sonriente inmigrante chileno, vestido de pies a cabeza con el equipo de seguridad del personal sanitario.

Parecía un poco anacrónico tanto cuidado en ese momento. Veníamos de Londres, donde a duras penas se veían los barbijos en el transporte público. Sin embargo, al día siguiente de la llegada nos enteramos de que cinco pasajeros de nuestro vuelo habían dado positivo de Covid. La noticia nos hizo recordar las bromas de los pasajeros ingleses sobre el riesgo de contagiarse mientras íbamos apiñados en el colectivo en Senegal.

Subimos todos al ómnibus de la Falkland Islands Company, que tuvo durante la pandemia el monopolio del transporte desde el aeropuerto a Stanley, y partimos para nuestro destino de cuarentena.

El viaje dura una hora aproximadamente. El camino desde la base a la ciudad se encuentra pavimentado, pero no tiene banquinas y está construido en una especie de terraplén sobre el rocoso terreno isleño. En una ruta similar se accidentaron los exjugadores Osvaldo Ardiles y Ricardo Villa en enero de 2014. Ambos terminaron internados y el auto quedó destruido.

El sentido de dirección está invertido respecto de las normas europeas y norteamericanas adoptadas por la Argentina en los años cuarenta del siglo pasado. El volante de los vehículos, como en Inglaterra, está a la derecha, y se circula por la izquierda. A diferencia de Londres y otras ciudades británicas, no se ven los clásicos carteles pintados en el piso de las bocacalles que advierten a los visitantes desprevenidos de dónde viene el tránsito. Al parecer no hay tanto turismo no británico como para justificar esas advertencias.

El paisaje hacia la capital (y única ciudad) de las islas por momentos recuerda a la Pampa de Achala, la zona más alta de la provincia de Córdoba, por lo amplio, seco y pedregoso. Todo es piedra y pasturas bajas.

Hay algunas elevaciones aisladas, de no más de setecientos metros de altura, con rocas afiladas que afloran verticales desde el suelo. El mar aparece por el sur.

Desde la ruta se ven algunas estancias al estilo inglés: casas de dos pisos pintadas de blanco con techo de chapa a dos aguas de color rojo o verde. Salvo por la bandera de las islas que flamea en las tranqueras, parecen copiadas de las que desde hace más de un siglo integran el paisaje rural de Tierra del Fuego, Santa Cruz, Chubut y Río Negro. También fueron británicos quienes construyeron las estancias patagónicas y no son pocas las familias que comparten vínculos e historias personales con sus vecinos del otro lado del mar.

A la derecha de la ruta vemos seis molinos de viento. En el viaje que habíamos hecho en 2012 habíamos contado solo tres. Esos molinos proveen el cuarenta por ciento de la demanda energética de la capital de las islas. En el campo, o «camp», como dicen en un resabio del castellano que alguna vez se habló allí (en inglés sería countryside), la gran mayoría de las estancias y granjas tienen sus propios molinos.

Muy cerca de allí, en un cerco pegado al camino, aparece un grupo de estacas de no más de medio metro de alto de las que cuelgan decenas de botas, zapatillas y zapatos. Dicen que no tiene nada que ver con la guerra. Quienes pasan una temporada en las islas y quieren volver, dejan allí una bota o un zapato cuando se van, o el par completo si no piensan hacerlo.

De fondo, en el colectivo, BBC radio transmite un partido de fútbol. Juega Gales y un gol lo pone más cerca del Mundial. Hay bromas cruzadas entre algunos de los pasajeros, pero sin levantar la voz y con ese toque sarcástico típico del humor británico.

Cerca de nosotros se encuentra un grupo de hombres con todo el aspecto de ser veteranos de guerra. Uno de ellos, muy serio, les indica a sus compañeros mientras señala a su izquierda, hacia el norte: «Mount Harriet, Two Sisters, Mount Kent». Lugares a lo largo del camino donde se había combatido. Son cerros coronados por piedras en la cumbre, en algún caso paredes y torres de decenas de metros que interrumpen con un gris pétreo el verde apagado de las pasturas.

Llegamos a Puerto Argentino (Stanley) a eso de las 17.30. El ingreso es por el sur, hacia la bahía de Stanley, a lo largo de cuya costa se extiende todo el pueblo, que mira hacia el norte.

Algunos de los que llegan por primera vez se asombran de que no se note la abundancia que debería mostrar la población, beneficiada con uno de los ingresos per cápita más altos del mundo. Se trata de un poblado, una pequeña ciudad, sin ostentaciones. La mayoría de las viviendas, hechas con construcción en seco, se ven cómodas y bien terminadas. Aun las más humildes, por calificarlas de algún modo, no son precarias.

Las más antiguas son de estilo inglés; las más modernas, tipo americano. Todas cuentan con un porche cerrado para frenar el impacto del frío y el viento. La gente deja allí sus zapatos, para no ensuciar las alfombras. En los jardines siempre hay un tanque de kerosene, que se importa desde Gran Bretaña y sirve para calefaccionar. Por eso en las calles suele haber un leve olor a kerosene, apenas perceptible, que muchos argentinos tienen guardado como un recuerdo de infancia.

En algún sector un poco más apartado de la ciudad se ven casas más grandes, más cercanas a lo que puede encontrarse en un barrio cerrado o un country en cualquier ciudad, pero ninguna mansión. Excepcionalmente, aparece alguna que otra vivienda en mal estado o descuidada. Son aquellas que recuerdan que hubo en estas islas un tiempo previo a la guerra, de mucha menor prosperidad y de una obligada austeridad.

Si tuviéramos que juzgar a una sociedad por sus viviendas, la de las islas parecería bastante igualitaria, según nuestros parámetros. En las redes y en algunas notas periodísticas se pueden leer opiniones de isleños que no creen que sea tan así.

En lo que más paridad hay es en los vehículos: en todas las cocheras se ven camionetas 4×4, más viejas o más nuevas, desde las muy inglesas Land Rover hasta el último modelo japonés, ya que fuera de la ciudad y salvo por un par de rutas, los caminos son de tierra o directamente no hay caminos. Hay pocas cocheras cubiertas, señal de que no cae granizo ni tampoco mucha nieve.

El auto es fundamental para salir a la calle porque si bien el pueblo es chico, es mucho más largo que ancho. Entre un extremo y otro hay más de diez kilómetros. Una caminata en invierno con viento, lluvia o nieve es inviable en esas condiciones.

No hay árboles nativos en las islas. Los pocos que se ven pertenecen a una especie de pino que crece inclinado hasta lo imposible por el viento. A duras penas logran sobrevivir al clima y a la pobreza del suelo. Nos habían dicho que había algunos intentos de forestación. Lo veríamos en un par de días, durante el viaje a uno de los campos de batalla.

Después de muchas vueltas y paradas, por fin llegamos a nuestro destino, casi al final del reparto de pasajeros en sus respectivas casas y obligados sitios de cuarentena. Como mínimo, nos esperan cinco días de aislamiento. No hay, por lo tanto, bienvenidas ni saludos, solo lugares desocupados para ser usados durante ese plazo.

El lugar asignado para la cuarentena es un departamento que se encuentra en el piso de arriba de un negocio de recuerdos turísticos y al lado del hotel en el que nos íbamos a alojar luego del encierro obligatorio. Se trata de prácticamente una casa, con dos habitaciones, un estar grande y una cocina comedor ideal para instalar las computadoras y micrófonos que necesitaríamos para transmitir.

Muy confortable y bien equipado, y provisto con mercadería de sobra para las comidas. Hasta nos dejaron un celular para que pudiéramos hacer llamadas locales por si teníamos problemas con los chips de nuestros teléfonos.

Como todo en esta pequeña ciudad, la casa mira al norte, hacia la bahía de Stanley, que queda cruzando la calle. Lo único malo, como vimos enseguida, es la conexión a Internet. Ya sabíamos por los isleños que la conectividad en las islas era deficiente; se quejan de eso todo el tiempo en las redes sociales, pero no pensábamos que fuera tan rudimentaria como finalmente resultó.

Apenas instalados en el departamento nos llamaron del hospital para recordarnos que no podíamos salir ni a la puerta y para avisarnos que al día siguiente temprano irían a hisoparnos. También nos indicaron un número de teléfono para pedir asistencia si teníamos síntomas de Covid.

Había muchas reglas para cumplir. Si pedíamos comida por delivery no podíamos pagar con efectivo; teníamos que hacerlo con débito o crédito por teléfono al hacer el pedido. Para sacar la basura había que usar guantes y meter todo en doble bolsa. Los reciclables irían a la basura esos cinco días. No podían salir de una casa en cuarentena.

Exagerado como nos pareció todo, acatamos al pie de la letra hasta la última indicación. Así, cuando pedimos un delivery y la tarjeta no funcionó por teléfono, amablemente nos dijeron que cuando termináramos la cuarentena podríamos pasar por el local a pagar; que mientras tanto nos iban a enviar todo lo que pidiéramos.

Nuestros contactos humanos más cercanos esos días fueron los chicos del delivery, todos filipinos, a quienes saludábamos desde lejos cuando nos dejaban la comida en la puerta de la casa. Dato de la carta: la versión isleña del sándwich de lomito cordobés se llama «chacarero». Aceptable.

Otro contacto fue la enfermera que vino a hisoparnos el segundo día, tal como nos había anunciado. El trámite fue rapidísimo, debajo de la llovizna, porque no podía entrar a la casa. Nos explicó que solo se comunicarían con nosotros si el resultado era positivo o si alguno de los pasajeros del vuelo sentados cerca de nosotros daba positivo, algo que solía ocurrir.

Un detalle: la llave de la puerta de entrada no cerraba y tuvimos que dejarla abierta. Consultamos al gerente del hotel por mera formalidad para avisarle del problema: «No te preocupes; estás en el lugar más seguro del mundo», nos dijo. Ya lo sabíamos. Una vez, hacía varios años, habíamos visto al fotógrafo de una agencia noticiosa internacional dejar la valija con su teléfono satelital en la vereda para ir corriendo a cubrir una reunión a tres cuadras a la que llegaba tarde. A las dos horas volvió y allí seguía el valioso teléfono, igual que lo había dejado. En otro viaje habíamos visitado a una familia isleña y los habíamos esperado afuera porque cuando llegamos ellos no estaban. «Hubieran entrado; la puerta siempre está abierta», nos dijo la mujer.

Inmediatamente nos pusimos a trabajar para salir al aire en Cadena 3. Allí empezamos a experimentar el segundo problema que sabíamos que íbamos a tener: la nula disposición de los isleños a ser entrevistados. Algo había cambiado, y era notable, respecto de coberturas en años anteriores, cuando hasta por curiosidad los isleños se acercaban a los periodistas argentinos y hacían tantas preguntas como las que aceptaban responder. Ya no. El clima era otro.

De las decenas de e-mails enviados desde Córdoba durante semanas antes de nuestra llegada, la mitad devolvió respuestas de circunstancia, excusándose amablemente por diversos motivos por no poder o no querer hablar. La otra mitad directamente no respondió.

Salvo los funcionarios, que aceptaron hacer declaraciones presencialmente cuando termináramos la cuarentena, los demás repetían los argumentos que nos habían anticipado quienes habíamos abordado previamente.

Los más amables nos dijeron: «El problema es que la prensa argentina miente». «Voy a hablar cuando renuncien a reclamar la soberanía», se excusaron otros. Los más enojados, «¿No se dan cuenta de que perdieron una guerra que provocaron ustedes mismos? Déjennos en paz».

Entre los pocos argentinos que pudimos localizar los argumentos iban desde «prefiero mantener el bajo perfil» hasta «ya hablé antes; no sirvió de nada». Ninguna de esas personas eran desconocidas para nosotros y nunca en las coberturas habían tenido esa actitud. Tanto era así que incluso una persona que tiene desde hace años un cartel en una ventana de su casa advirtiendo que no le dará la mano a un argentino hasta que nuestro país desista de reclamar la soberanía sobre las islas, años atrás nos había atendido y respondido amablemente a nuestras preguntas.

Hay dos elementos que marcan la diferencia entre esa época y esta. Uno de ellos, el principal, la actitud de los gobiernos argentinos de los últimos años, que han usado el tema Malvinas en el sentido utilitarista de la palabra, más como una cuestión de mercado político interno que por verdadera vocación de acercar las islas al continente. En esa línea, los isleños son tratados de piratas y hasta okupas. En las islas, donde es un deporte estar pendiente de lo que se dice en la Argentina de ellos, los ataques verbales no pasaron inadvertidos.

El segundo elemento es que parece entendible el temor a la condena social en caso de que una palabra pudiera ser malinterpretada. Es una comunidad muy pequeña y las noticias y los chismes vuelan. Como en todas partes, las redes sociales funcionan como altavoz de los más radicalizados, de uno y otro lado de cualquier grieta. La comunidad isleña no es la excepción.

Y a propósito del término «radicalizados», el uso de esta palabra en una de las notas publicadas en el sitio web de la radio fue motivo de un mensaje por WhatsApp de un isleño: “No creo que nadie se haya ‘radicalizado’. El uso de adjetivos tan fuertes por parte de la prensa argentina no ayuda a los sentimientos de la gente aquí hacia ustedes. Creo que el gobierno argentino, al utilizar continuamente todos los medios para hacernos la vida lo más difícil posible, simplemente ha endurecido los sentimientos de la gente que desea seguir siendo un territorio de ultramar de Gran Bretaña”.

Esta persona consideraba que la utilización del término «radicalizado» (que puede sonar más fuerte en inglés que en castellano) resultaba excesivo y no reflejaba su visión de la realidad, una realidad de sentimientos heridos.

Sin embargo, en los foros de isleños se ven todos los días posteos insultantes, llenos de desprecio y burlas hacia los argentinos. Expresiones como «país de imbéciles», «40 millones de idiotas» o «los habitantes de Narnia» son proferidos continuamente no solo por ignotos navegantes de la web, de esos que destilan su odio a la madrugada a falta de sueño o de algo mejor que hacer, sino por individuos que tienen cierto reconocimiento social en las islas y hasta por algún representante elegido por el voto popular.

Todos los comentarios referidos a la Argentina son bastante crueles, sobre todo cuando se refieren a los funcionarios del gobierno nacional, lo que en realidad no tendría nada de raro. Lo que llama la atención, y esto tiene que ver también con los ánimos exacerbados, es que los blancos de las burlas y hasta los insultos son también ahora los excombatientes, algo inusual años atrás.

Cualquier noticia que haga mención a los veteranos y a los homenajes que reciben es respondida con una catarata de barbaridades. A veces algún exmilitar británico les recuerda a los foristas: «Fueron soldados, merecen respeto». Pero los comentarios conciliadores no suelen tener ya mayor efecto.

¿Cómo describirlos, entonces, sino como «radicalizados»? Cualquier término les parecería inadecuado para calificar su forma de pensar, su verdad.

En nuestro viaje algunos funcionarios locales nos aseguraron que estaban recibiendo muchos mensajes de odio con motivo del 40° aniversario de la guerra.

No dudamos que era así. También veíamos los foros locales en las redes. De este lado sabemos bien que Malvinas se ha convertido en una causa prácticamente sagrada, con cierto peligroso rasgo que pretende quitar el derecho a expresar miradas alternativas. Un síntoma de esto fueron las indicaciones del gobierno argentino para el «tratamiento periodístico adecuado» del tema para el 40° aniversario de la guerra. En este cuadernillo se señalaban los términos correctos (según el gobierno) en el que los periodistas debíamos referirnos a distintos aspectos del problema.

Esta falta de tolerancia a la libertad de opinión sobre un problema irresuelto revela la vigencia de un autoritarismo peligroso; una de las tantas taras que arrastramos de dictaduras y liderazgos mesiánicos empecinados en imponer un pensamiento único. Lo peor es que permea hacia la sociedad. Por suerte fueron pocos, pero no faltaron quienes expresaron en las redes su disgusto y hasta repudio porque en algún informe habíamos usado una palabra y no otra, lo que ponía en duda nuestra calidad de argentinos.

Volviendo a los isleños, el rechazo a los periodistas, que antes era una actitud limitada a una minoría de la gente y ahora pareciera generalizada, responde a la sospecha de que podemos ser espías o agentes enviados del gobierno. Y si no creen eso, esperan que tomemos partido por su causa, lo que tampoco es una expectativa realista. Aspiran también a que se transmita su opinión de los hechos como la verdad sobre el conflicto, no que se la contraponga a la versión opuesta.

Vimos este resquemor hacia nosotros como contradictorio con un aspecto de la realidad: si algo sabe el público argentino de los isleños es gracias al periodismo. Si fuera por los museos o la historia oficial que se enseña en las escuelas, la población civil de las islas no existiría. Aclaramos: el trato de y hacia nosotros fue correcto y amable siempre, pero el diálogo a nivel de política tomaba ese otro tono, más duro, con apenas matices según el interlocutor.

Mientras lidiábamos con estas cuestiones llegó el llamado del hospital con el resultado de los PCR de la mañana: habíamos dado negativo, pero había cinco casos positivos en el avión (naturalmente volvimos a pensar en ese ómnibus en Dakar). Uno de los casos era una persona que había estado sentada cerca de nosotros. Teníamos que esperar al próximo PCR, que sería cuando se cumpliera el cuarto día de cuarentena. Si dábamos negativo, podríamos mudarnos al hotel; si resultábamos positivos, debíamos permanecer en cuarentena hasta dar negativo los días que hiciera falta. Preferimos no pensar en esa posibilidad.

En ese aislamiento, que no era solo físico por lo que explicamos más arriba, recurrimos a los medios y las redes para encontrar información. No pudimos sacar mucho de la televisión. Un solo canal local (Falkland Islands TV) emitía una hora de programación, el mismo programa, una y otra vez a lo largo del día.

Cuando logramos hacernos de un ejemplar del único periódico local, el Penguin News, lo gastamos de tanto leerlo y releerlo. Mucho debate sobre la conveniencia o no de levantar las restricciones por el Covid y cuándo hacerlo. Llamativamente, había gente a favor de mantener el aislamiento por el temor de que las defensas de la población estuvieran bajas tras dos años casi sin contacto con el exterior.

Y un dilema: ¿había que levantar las restricciones para las celebraciones del 40° aniversario de la guerra? ¿Era conveniente o no?

En las redes sociales, sobre todo en Facebook, hay grupos de isleños muy activos. Como en todo foro, de cualquier lugar, los que más participan en general son los más reaccionarios (para no hablar de «radicalizados»). En uno de los foros comunitarios, alguien traduce las notas periodísticas que aparecen en Argentina que nombran las Malvinas, de cualquier medio y de cualquier lugar del país. También, menos frecuentemente, las que aparecen en medios de Gran Bretaña resaltando algún hecho de la guerra o destacando algún evento positivo o negativo referido a las islas.

Como sea, parcialmente y no siempre con fuentes de la mejor calidad, los isleños están al tanto de las noticias que tienen lugar en el continente, para reírse de ellas (de nosotros) y ratificar su convicción de que nada ha cambiado desde 1982.

Por ejemplo, el 25 de marzo apareció la traducción de una de las primeras notas que se publicaron en el sitio de Cadena 3, aquella en la que la mujer que entrevistamos brevemente en Dakar nos había dicho que nunca podría perdonar a los argentinos por lo que habíamos hecho.

Una de las primeras respuestas a la traducción de la nota decía: «Qué sorpresa. ¿Invadís ilegalmente su territorio, cagás en sus casas, aterrorizás a su población y esperás que te quieran? Esa mujer les respondió muy amablemente». Tras lo cual venía la respuesta de «esa mujer», Carol Phillips: Fui yo. Me preguntó (la periodista) cómo me sentía después de cuarenta años de la guerra, le dije que no le iba a gustar lo que tendría que decir y ella insistió. Así que eso es lo que le respondí. Ella nunca más me habló o habría obtenido más de lo que esperaba. No nos van a dejar en paz. Desearía que recibieran el mensaje: no se molesten en venir aquí. Por mi parte, no quiero volver a verlos nunca más”.

La cuestión podría haber quedado ahí, pero preferimos contactarla. Nos presentamos nuevamente, esta vez por escrito, y tratamos de explicarle que hacíamos nuestro trabajo, que no representábamos a nuestro gobierno, ni al actual ni a los anteriores, y que no estábamos de acuerdo con ninguna guerra. Su respuesta, esta vez, fue la siguiente: “Hola, he estado pensando en qué o cómo te respondería. Voy a tratar de explicarte algunas cosas. Soy una isleña de las Falklands nacida y criada aquí. En 1982 estaba casada y tenía tres hijos pequeños cuando los argentinos nos invadieron. En todas partes de las Falklands la gente soportó la invasión y el resto de la guerra. Fue un momento muy aterrador para todos nosotros. No había a dónde huir; debimos quedarnos y enfrentar lo que estaba por venir. Para mí fueron setenta y cuatro días de un absoluto infierno por las bombas, los barcos hundidos, hombres que morían. Todo porque otro país pensó que este era suyo. No lo es y espero que nunca lo sea. Hasta el día de hoy seguimos siendo hostigados por los argentinos. No nos han dejado recibir mercaderías de Chile, nos están impidiendo los vuelos humanitarios, etc. Argentina y su gente nunca piensan en lo que esa guerra le hizo a la población civil y las consecuencias que todavía sufrimos. Por favor, tómese un momento y piense en las personas que estuvieron encerradas durante un mes sin apenas comida ni agua, con niños pequeños. Cuando se trata de esta época del año, la gente aquí en las islas sufre mucho por los recuerdos. Por eso nunca volvería a confiar en un argentino. Puede decir que no representa a su propio gobierno, pero puede estar diciéndolo solo para que la gente hable con usted. Por favor, piense en que quizá confiábamos en los argentinos antes de la guerra, y mire adónde nos llevó. Por favor, siéntese por un momento y piense en lo que Rusia le está haciendo a Ucrania; algo de eso fuimos nosotros en 1982. Sé que fue hace cuarenta años, pero algo así nunca se va de la cabeza y, por mi parte, nunca lo superé. Por favor, comprenda por qué nunca más podría confiar en un argentino”. 

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