Estar (Cuento de Mauricio Coccolo)

La fama es puro cuento

Estar

30/08/2020 | 14:52 | "Hace diez minutos que camino la cancha y todavía no puedo entender por qué me enojé tanto con lo que más quiero. Trato de meterme en el partido, pero la pelota no me llega". Leé o escuchá el cuento.

Mauricio Coccolo

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Estar (Cuento de Mauricio Coccolo)

Hace diez minutos que camino la cancha y todavía no puedo entender por qué me enojé tanto con lo que más quiero. Trato de meterme en el partido, pero la pelota no me llega, como si supiera, me esquiva.

¡Qué jodida es la cabeza! En un segundo cambia todo, muchas veces por una pavada, una palabra fuera de lugar, una mirada o un gesto son suficientes para caer en la trampa de las discusiones, aunque sea con la persona menos pensada.

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Dicen que el tiempo cura todo, pero el tema es cuánto tiempo. Cuánto tiempo hace falta: ¿un día? ¿Dos? ¿Un par de horas? ¿Cuánto se necesita para salir del enojo? Para que ambos salgamos del enojo, porque las discusiones nunca son cosa de uno. En todas las peleas hacen falta dos, y en las reconciliaciones también.

Si no hubiéramos discutido anoche quizás estaría jugando un poco mejor. La pelota no me rebotaría en las canilleras. Podría bajar algún pelotazo sin sentir que tengo en el pecho una tabla para lavar la ropa. Pero no.

¿Justo antes de este partido teníamos que pelear? Justo hoy que vinieron esos empresarios de la Capital que andan recorriendo las canchas de la Liga buscando, según dicen, nuevos talentos.

No puedo dejar de pensar en la discusión. Reviso cada una de las palabras, las que le dije y las que me dijo. Doy vuelta para un lado, después para el otro y de nuevo para el mismo de antes, pero la situación no cambia. Lo que sí va cambiando es la bronca. El nivel de la bronca en realidad, que baja como la espuma en un vaso de cerveza.

Más allá del enojo, tengo la ilusión de encontrarla, por eso no puedo dejar de mirar hacia el rincón donde siempre se ubica. Ya sé que no está, pero hago fuerza, quiero que esté. Espero que esté. Ella también se enojó y tiene un poco de razón, aunque creo que no era para tanto. Igual podría haber venido, sabía que esta prueba era importante para mí.

Siempre se sienta en el mismo lugar de la cancha: allá en la esquina donde se juntan los dos alambrados. No es una cábala, es una costumbre que compartimos. Es su forma de transmitirme seguridad, y justo hoy, que la necesito más que nunca, justo hoy no vino.

Me duele que no haya venido, pensé que sería capaz de separar los tantos: una cosa es que hayamos discutido y otra es venir al partido. Está bien, es cierto: el fútbol fue unos de los motivos de la pelea, pero ya somos lo suficientemente grandes como para no acumular rencores innecesarios.

Y después dice que soy un inmaduro, que creo que me las sé a todas y no entiendo nada de la vida. ¡Qué no tengo ni idea de lo que me falta por aprender! Resulta que ella se queda empantanada en la pelea y el que no crece soy yo. ¿Cómo es la cosa?

Reconozco que lo que dije, y cómo lo dije­, fue duro. Fuerte. Inesperado. Quizás tendría que haber preparado el terreno. Tirar algunas indirectas. Pero hay cosas que es mejor decirlas de una, sin vueltas. Todo junto o por partes es lo mismo. El final es el mismo. Tampoco fue que la idea se me ocurrió de un día para el otro, ya la venía masticando desde hacía un tiempo.

Me fui. Me fui del partido. Igual, para lo que estoy jugando podría pasarme los 90 minutos mirando hacia el rincón y el equipo no lo notaría. Trato de disimular, pero el dolor no se puede ocultar, siempre por algún lado se escapa.

Pido la pelota, me muestro, tiro algunas diagonales sin sentido, siempre al revés de la jugada. Para lo único que sirven todos esos movimientos es para que el tiempo pase un poco más rápido. Al menos eso creo. Me doy, y le doy, una oportunidad más. La última. Antes del córner insisto con buscarla, en algún lugar del cuerpo siento que no puede ser que no haya venido.

Listo. Ya está. No tiene sentido quedarse enredado en una madeja sin punta, hay que cortar el lío del hilo. No sé si lo escuché o lo imaginé, pero el botinazo que pateó la pelota desde el banderín me retumba en los oídos. La comba del centro es perfecta y la línea imaginaria termina justo en mi frente. Lo único que tengo que hacer es poner firme la cabeza y salir festejando con los brazos abiertos. Eso hago. Lo hago como si lo tuviera planeado desde antes.

Festejo, pero festejo sin ganas. De compromiso. Cierro el puño y lo suelto al aire tirando la mufa que traía acumulada. Cuando pienso que ya está, que me liberé, que mejor me metó en el partido de una vez y me olvido de todo, en ese segundo ínfimo donde se mezclan todas las certezas del mundo con todas las dudas algo se me clava en la nuca. Mejor dicho: siento que algo se me clava en la nunca.

Instintivamente, giro la cabeza por encima del hombro y la veo. Está parada en el mismo rincón de siempre, como agarrada de la manija del mismo mate de lata de siempre, uno que parecía un pocillo de loza, que de chico no quería tocar porque me quemaba los dedos.

Me mira y sabe que la estoy mirando. Con el brillo inalterable de los ojos, dice todo sin decir nada. Me dice: está bien, si querés ser jugador de fútbol acá estoy para apoyarte, aunque no esté de acuerdo con que dejes la escuela. La miro y sabe que la estoy mirando. Siempre sabe todo. Sabe lo que estoy diciendo sin escucharlo todavía: ¡Gracias por venir, mamá! Éste y todos los goles que haga van a ser para vos…

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