La nieta de San Martín que salvó vidas en la Primera Guerra Mundial

¿Sabías que la nieta del General José de San Martín —sí, el Libertador, el hombre que selló la independencia de medio continente— fue una heroína de la Primera Guerra Mundial? Su historia es tan increíble que parece inventada, pero está escrita con la misma fibra moral que caracterizó a su abuelo. Se llamaba Josefa Dominga Balcarce, aunque todos la conocían como Pepita, y los franceses aún hoy la recuerdan como una mujer que salvó vidas cuando el mundo se estaba desangrando.

Pepita nació el 14 de julio de 1836 —el mismo día de la Toma de la Bastilla—, como si la historia ya le estuviera marcando el destino. Era hija de Mercedes Tomasa de San Martín, la única hija del Libertador, y de Mariano Balcarce, diplomático argentino. Creció en Francia, bañada por la cultura europea pero siempre conectada con la memoria argentina a través de su familia. Su abuelo la adoraba tanto que fue él mismo quien la inscribió en el registro civil y quien le permitía jugar con sus medallas de guerra, esas mismas que simbolizaban la libertad de medio continente.

Cuando San Martín murió en 1850, Pepita tenía apenas 14 años. La vida la llevó a casarse con el diplomático mexicano Eduardo Gutiérrez de Estrada, con quien se instaló en el Petit Château, una mansión en Brunoy, a las afueras de París. Allí creó un hogar de ancianos y una fundación filantrópica que llevaba ambos apellidos. Parecía un destino tranquilo, casi aristocrático… hasta que en 1914 estalló la Primera Guerra Mundial y nada volvió a ser igual.

Mientras el horror avanzaba por Europa, Pepita hizo algo extraordinario: transformó su casa en un hospital de campaña, el Hospital Auxiliar Nº 89. Estaba equipado con cincuenta camas, un quirófano, salas de radiología y laboratorio. Y lo más importante: tenía a Pepita, que trabajaba día y noche junto a las Hermanas de la Congregación de la Sagresse. Hablaba seis idiomas, atendía heridos franceses y alemanes por igual, y cuando alguien le preguntaba de qué bando eran respondía con una frase que se volvió legendaria:

“¿Están heridos? Entonces, ¡éntrelos!”

Para ella, la guerra no se dividía en bandos sino en vidas que merecían ser salvadas. Ese espíritu humanitario la convirtió en una figura admirada por todos los que pasaban por su hospital. Nunca olvidó su origen argentino, aunque jamás llegó a conocer la tierra de su abuelo. La llamaba “nuestro amado país” y hablaba de él con un cariño transmitido por generaciones.

Cuando terminó la guerra, Francia la reconoció como lo que era: una heroína. La condecoró con la Legión de Honor y con la Cruz Roja Francesa, dos de las máximas distinciones del país. Pero Pepita, fiel al ejemplo de su abuelo, no buscaba honores. Donó su hospital a la Sociedad Filantrópica de París y entregó la casa de su bisabuelo en Buenos Aires al Patronato de la Infancia.

Murió en 1924, a los 87 años. Cuando Argentina pidió repatriar sus restos, Francia se negó. Para ellos, Pepita era —y sigue siendo— una heroína nacional. La nieta del Libertador que jugaba con las medallas de su abuelo terminó ganándose las suyas propias, luchando no por la independencia, sino por la vida en medio del caos.

Porque si San Martín peleó por la libertad de América, su nieta Pepita peleó por la humanidad en los campos de guerra de Europa.

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