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Las camisetas tienen el logo de Los Palmeras, en homenaje al emblemático grupo de cumbia santafesina. El "Sabalero" usará esa casaca para enfrentar a San Pablo, de Brasil. Entrá y mirá.
AUDIO: La suerte mala
FOTO: La suerte mala
Mauricio Coccolo
1
Los clubes que nunca salieron campeones tienen menos problemas: asumen su condición de equipos chicos, se refugian en la exaltación de la pasión, no caen en la tentación de las locuras para ganar y disfrutan cada tanto con épicas victorias o sufridos empates. En el fondo saben que son participes indispensables porque en ninguna liga del mundo hay únicamente equipos grandes. Los que sí sufren son los clubes que supieron tener épocas de gloria y por distintos motivos cayeron en desgracia, esos padecen cada año que se les escapa sin conseguir un campeonato.
A los equipos chicos nadie les exige demasiado, en cambio a los colosos deshilachados todo el mundo les enrostra cuánto tiempo ha pasado desde sus añoradas vueltas olímpicas. Entonces, cuando las cargadas se convierten en una gota de agua que cae -insistente- en el centro del orgullo de los hinchas, emerge lo peor: dirigentes con delirios magnánimos que juran ser los dueños de la fórmula imposible, esa que te devuelve la gloria de los títulos del pasado. Claro que el proceso de locura colectiva solo se completa si el emergente gurú consigue encolumnar detrás de sus propuestas a un número considerable de fieles incondicionales, dispuestos a todo.
Algo de todo eso se activó en el primer clásico del año, cuando Don Natalio no necesitó los lentes para ver el mensaje en la bandera de los hinchas del Sportivo: “20”. Un pedazo de tela, que en algún mejor momento de su existencia debió ser una sábana, más un número pintado prolijamente en el centro, alcanzaron para quebrarle el orgullo al veterano dirigente, que a regañadientes cumplía con la promesa familiar de no involucrarse más en la Comisión del Atlético, y mucho menos poner plata para traer jugadores. Desde que había superado la quiebra de la cerealera, con el correspondiente infarto, su esposa y sus hijos solo le permitían ir a la cancha los domingos.
La idea de la bandera contando el tiempo que el Atlético llevaba sin salir campeón no era novedosa, pero hubo algo que le movió la estantería a Don Natalio: notar que había cambiado el número de adelante. “Pasa lo mismo cuando uno cumple años”, pensó sin lograr consolarse. El golpe emocional lo dejó tan desconcertado que perder otro clásico significó apenas un dolor menor. Después de sentir lo que había sentido, en su cabeza no paraba de rebotar una especie de mandato divino que no podía desoír: “No puede ser. Algo tengo que hacer. No-puede-ser-algo-tengo-que-hacer…”. Dos sensaciones contrapuestas le atravesaban el pecho: por un lado se sentía señalado como el culpable de las dos décadas de sequía y, por el otro, percibía que todos en la cancha daban un paso hacia atrás para dejarlo parado como el único capaz de terminar con ese calvario. Contra lo primero no podía hacer demasiado, por eso, de alguna forma, eligió asumir el rol de salvador que le estaban imponiendo aunque pudiera costarle una familia.
2
Don Natalio no lograba descifrar si el dolor de panza era por los nervios o porque no le habían caído bien los mates con agua tibia. “Los ansiosos no servimos para hervir la pava”, se reprochaba sin percatarse de que en realidad lo que hierve es el líquido y no el recipiente.
El ronquido del motor de la F-100 producía un tenue pero continuo balanceo que le sacudía inconvenientemente el cuerpo. De todas formas, prefería no detener la marcha de la camioneta porque el colectivo debía llegar de un momento a otro y, además, en pleno invierno los motores gasoleros suelen ponerse un poco más porfiados que de costumbre para arrancar.
Lo que sí tuvo que hacer Don Natalio, obligado, fue bajar la ventanilla para airear el habitáculo y desempañar los vidrios. El vientito fresco del domingo a las once de la mañana, mezclado con un sol débil que no calentaba lo suficiente, le aflojó las tripas más de lo aconsejable y sintió esa mezcla tan difícil de explicar entre frío, calor y urgencia. “¿Por qué será que el cuerpo se relaja más un domingo a la mañana que un lunes?”, se preguntaba sin hacer demasiado esfuerzo para encontrar la respuesta.
Con la radio en segundo plano, como si fuera una silla en la que podía volver a sentarse en cualquier momento sin tener que tantear su presencia porque siempre estaría esperando en el mismo lugar, Don Natalio se abstrajo del afuera retorciendo una idea a la que no podía terminar de darle forma: “¿La gente del club me fue a buscar porque podemos ganar o para que podamos ganar?”. Le produjo cierto pudor enredarse en semejante rebusque, pero sintió que resolver ese dilema, aunque para otros significara apenas un detalle o, incluso, un mero capricho semántico, era una forma de convencerse para seguir. No buscaba justificarse, solo quería estar seguro de lo que hacía.
“Si lo único que les importa es que venga y ponga la plata para traer a un nueve bueno, entonces me quieren solo para que podamos ganar, y yo pretendo que me quieran porque podemos ganar, que es algo bien distinto…”. El tic-tic-tic de la uña golpeando contra el vidrio de la puerta del acompañante fue como el sonido de un despertador, Don Natalio primero se sobresaltó y después se estiró raudamente sobre el asiento para levantar la traba de la cerradura. Visto a través de la ventanilla, el rostro adusto, atravesado por arrugas tan profundas como los surcos de un arado, parecía la foto carnet de un fugitivo reclamado por la policía.
Como no recibió ninguna respuesta al estímulo de sacar la traba, Don Natalio volvió a recostarse sobre el cuero del asiento y estirando los dedos tiró de la manija para abrir la puerta; un inoportuno remolino de viento le acarició la panza que se le escapaba por debajo del pullover, desbordando el cinto. La urgencia se estaba convirtiendo peligrosamente en una emergencia. Don Natalio volvió a reprocharse los mates tibios y sintió más frío aún cuando vio la foto completa: el gesto seco, severo, de esa cara amarronada por el sol y adornada con dos ojos color roble, era como una especie de punta de lanza de un cuerpo fornido, fibroso, cubierto apenas por una musculosa fosforescente, unas bermudas de jean cortado por encima de las rodillas y unas ojotas amarillas haciendo juego. A la altura del pecho relucía una medallita ovalada, que parecía de plata, con la imagen de la Virgen del Rosario de San Nicolás.
“¡Suba, hombre!”, fue lo primero que le salió decir a Don Natalio. La invitación apenas recibió como respuesta un “buenas”, firme y contundente. El mastodonte solo traía como compañía un bolsito azul que colgaba de su hombro derecho y una campera de jean gastada, prolijamente doblada en el antebrazo izquierdo; sin prolegómenos, metió la mano en el bolsillo del bolso, que tenía el cierre falseado de tanto uso, y sacó una ficha que lo certificaba como jugador libre.
Liga Chaqueña de Fútbol. Registro Nº: 2563. Nombre y apellido: Miguel Ángel del Corazón de Jesús Giménez. Nacimiento: Resistencia. Fecha: 28-3-1976. Condición: libre.
El chaqueño Giménez atrapó el cartón plastificado entre el índice y el anular, como si estuviera por arrojar una figurita contra la pared, y se lo entregó a Don Natalio para que comprobara que estaba en condiciones de ponerse esa misma tarde la camiseta del Atlético. El dirigente escudriñó la ficha como si revisara los papeles de un auto que acababa de comprar y se sorprendió, al girarla, cuando descubrió que en el dorso tenía pegada una estampita de San Cayetano.
—Hombre de fe el goleador… —murmuró Don Natalio.
—¿Algún problema, Don? —preguntó, inquieto, articulando con cierta rudeza las palabras el chaqueño Giménez.
—No, nada. Decía que veo que tiene una virgencita y un santo, supongo que debe ser muy creyente… —indagó con prudencia el dirigente.
—Cosas de mi viejita —pretendió aclarar Giménez, sin dar mayores explicaciones, al mismo tiempo que se señalaba un tatuaje del Gauchito Gil en el bíceps.
—Ah, entiendo: será para no errarle… —dijo Don Natalio, buscándole una salida graciosa al asunto.
—No, Don. El tema es que los santos se ponen de moda, y pasan de moda…
—¿Y su mamá qué tiene que ver? —lo interrumpió, intrigado, Don Natalio.
—Ella se encarga de mantenerme al día para ponerme del lado bueno de la suerte… —respondió, escueto, Giménez y volvió a meter la mano en el bolso, de donde sacó una imagen en miniatura de la Virgen de Fátima, hecha con madera, y la exhibió como un eslabón más de esa extensa cadena religiosa que lo protegía.
Don Natalio, entre abrumado y desconcertado, solo atinó a devolverle la ficha en un claro gesto aprobatorio, al mismo tiempo que trataba de convencerse sobre la decisión que había tomado: “Mientras haga goles, que crea lo que se le canten las pelotas…”, pensaba sin percibir que a su lado el chaqueño acariciaba con devoción el rosario que colgaba del espejo, para después persignarse, mientras murmuraba un fraseo incomprensible y se quedaba mirando fijo hacia la ruta como diciendo: “Arranque nomas”. Don Natalio, presuroso, hizo crujir la caja de cambios cuando quiso poner primera porque a esa altura ya no podía hacer fuerza para apretar el embrague. La urgencia se había convertido, claramente, en una emergencia y debía evacuarla cuanto antes. Ya encontraría una mejor ocasión para indagar sobre ese asunto del “lado bueno de la suerte”.
3
El ritual, aunque repetido, seguía despertando la misma curiosidad que la primera vez. Cuando llegaban al círculo central, mientras todos levantaban los brazos para saludar a la gente, el chaqueño Giménez se aislaba y apoyaba la rodilla derecha en el piso para atarse los cordones del botín izquierdo de una forma muy particular: pasaba las tiras por debajo de la suela, ajustándolas de tal forma que el pie le quedaba como un ocho mal dibujado, y luego hacía un doble nudo apretando la lengüeta, que quedaba doblada y estrangulada sobre el empeine. No repetía el procedimiento con el otro pie porque a los cordones del botín derecho ya los traía atados desde el vestuario.
Lo que más llamaba la atención no era que Giménez saliera a la cancha con el botín de su pierna hábil desatado, sino que todos se sorprendían, incluso sus compañeros y los rivales, por la novedosa forma de atarse los cordones que tenía el chaqueño, en una época en la que todavía se conservaba la costumbre de rodear el tobillo con los piolines para hacer el moño a la altura de las canillas. Claro que muchos, desde hacía un tiempo, venían insistiendo con que ese sistema era contraproducente para la circulación de la sangre por las piernas.
De todas formas, el asunto de los cordones era un detalle menor al lado de lo que venía después: Giménez apoyaba ambas rodillas en el césped, en paralelo con la línea de la mitad del campo, se abrazaba a sí mismo mirando al piso, tomaba aire, todo con los ojos cerrados, y luego abría los brazos hacia los costados. Así se quedaba, como si fuera una cruz clavada en la cancha, inmóvil, hasta que sonaba el silbato del árbitro. Recién en ese momento se reincorporaba y comenzaba a participar del juego.
La liturgia despertó cierta simpatía mientras el chaqueño convirtió goles, pero se transformó en un motivo más de burla para los rivales cuando el delantero perdió su conexión divina con las redes. Don Natalio, como todos los hinchas del Atlético, se entusiasmó al principio, pero fue perdiendo la paciencia, y la ilusión, conforme pasaban los partidos. Hasta que no aguantó más y, en el entretiempo del clásico contra el Sportivo, se metió al vestuario para buscar el último pleno en una ruleta que venía muy enrevesada.
—Me parece que además de al arco, le está errando al ‘lado bueno de la suerte’… —le dijo Don Natalio a un Giménez que no le prestó demasiada atención porque estaba concentrado estrujando la camiseta que chorreaba transpiración.
—Tranquilo, Don. Ahora en el segundo tiempo va a cambiar la suerte. Estoy exprimiendo todas las malas ondas que absorbió durante tantos años esta camiseta —contestó Giménez, sin despegar la vista de las gotitas de sudor que caían de la tela retorcida.
—¡Ah, sí! No me diga nada, ya sé: receta de su mamá…
Sin levantar la vista del piso, el chaqueño ondeó la camiseta dando por concluida la ceremonia. Luego la apoyó contra los muslos y acarició el número nueve, que había quedado transitoriamente invertido. Después, metió los brazos y, casi en simultáneo, pasó la cabeza por el cuello. Observó detenidamente el torso y con las palmas planchó las arrugas, luego se sacudió los hombros como si estuviera sacándose de encima los restos de un polvo indeseado. Recién cuando se puso de pie le devolvió la mirada a Don Natalio y apuntándole con el índice en el pecho le dijo:
—La suerte es como la mujer ideal, Don: existe, solo que hay que saber buscarla. Y cuando aparece, es muy simple: o te salva la vida, o te la arruina para siempre…
4
El fútbol es el deporte que dispone de los mejores atajos emocionales para evadirse de los malos partidos, e incluso de los pésimos. Esos días en que los jugadores se sacan de encima la responsabilidad de buscar los aciertos por temor a los errores, son propicios para que el vacío que provocan los de adentro sea ocupado por los de afuera. Entonces, el foco de la atención se desvía y lo accesorio se convierte en importante: la famosa fiesta de las tribunas.
Resignado, Don Natalio se pasó más tiempo con los ojos perdidos en la bandera, que ya conocía de memoria, que mirando el partido. Era la última vez que la vería, pero eso lejos estaba de ser un consuelo porque significaba que para el año siguiente harían una nueva con el “21”. No podía dejar de mirarlos, a todos y a cada uno al mismo tiempo: los hinchas del Sportivo disfrutaban por la frustración ajena sin que les preocupara en lo más mínimo la ausencia de éxitos propios. Sintió que conformarse era certificar el fracaso, pero también cayó en el viejo, y hasta incomodo, lugar común: peor es nada, se dijo. “Ya que no pudimos ganar el campeonato, por lo menos ganemos el clásico”, pensó con una lógica que no le terminaba de agradar.
Con los dedos incrustados en el tejido sostenía las pocas ganas que le quedaban en el cuerpo. Hubiera preferido sufrir el partido, antes que padecerlo. Don Natalio se dejaba caer como si fuera una media res colgada de los ganchos. Miraba la bandera, después al piso y otra vez a la bandera. Sin notarlo estaba volviendo al principio, al mismo lugar donde esa locura había comenzado: el mensaje en el trapo como una daga, la cuenta vigente de tantos años sin salir campeón, el orgullo herido -tajeado-, la conciencia incomoda, una familia enojada, un ignoto goleador chaqueño con más fe que goles y la resignación como sinónimo de la frustración.
Don Natalio no vio cuando partió el pelotazo, por eso no estaba muy seguro: atinó a hacerse visera con la mano para evitar el reflejo del sol, pero tenía la vista demasiado turbia por culpa de ese racimo de lágrimas de bronca contenida que se le escapaban alrededor de los ojos. Primero creyó que sí, después que no. Al final, ya no buscaba creer en nada y solo esperó a que las cosas pasaran como se les ocurriera pasar: contra la suerte no tiene sentido, comprendió.
El chaqueño Giménez sí la vio venir: de frente al arco, giró levemente la cabeza y por el rabillo del ojo notó que la proyección de la parábola de ese pedazo de cuero llegaba justo hasta donde él estaba. La medallita ovalada de la Virgen del Rosario de San Nicolás, que colgaba -reluciente- de su cuello, parecía ser el punto de encuentro. Rápido, armó un triángulo con los brazos a la altura del pecho y atrajo la pelota como si tuviera un imán en el corazón, la acomodó con una plasticidad que no había dejado ver hasta el momento. Acompañó el gesto de acunar el balón con un pequeño salto hacia adelante que le permitió ganar un imperceptible pero decisivo centímetro. Después repelió la pelota con elegancia y le ordenó, como si se tratara de un pacto divino, que picara una vez. Solo una.
La agarró de sobrepique con el moño de los cordones del pie izquierdo. El ángulo cóncavo que se formó entre el empeine y el nacimiento de la canilla fue perfecto, primero se cerró atrapando la pelota durante un instante y después se abrió para soltarla con un destino que parecía estar acordado previamente: el ángulo superior derecho. Obediente, allá fue.
Nadie gritó el gol. Colaboró con la incertidumbre generalizada la reacción dubitativa del chaqueño que, aunque parecía estar muy seguro de la validez de su golazo, se dejó invadir por un narcisismo inoportuno y detuvo su carrera en un santiamén: no pudo contener las ganas irrefrenables de pararse para admirar lo que acababa de hacer. Sin embargo, el pudor lo empujó a seguir corriendo. Salió disparado, a los saltos como un canguro al que acababan de abrirle las rejas. Revoleó de tal forma la cabeza que la medallita de la Virgen del Rosario de San Nicolás, en el bamboleo, fue a dar contra los dientes astillándole uno de los incisivos superiores.
Solo se detuvo cuando llegó al tejido y quedó de frente a Don Natalio, que, como todos en la cancha, asistía estupefacto al alocado festejo del goleador en ciernes. Pero al chaqueño todavía le quedaba un acto más: cambió la locura por la mesura, clavó los botines sobre la línea de cal, abrió los brazos, los hizo girar alrededor del cuerpo dibujando un círculo y cuando cerró la circunferencia, a la altura de la cintura, trabó los músculos y quedó en posición de Increíble Hulk. Cuando parecía que ese era el final del delirio, Giménez, desenfrenado, se agarró las bolas con las dos manos y las empezó a agitar con fruición, ofrendándolas en un claro gesto de: “¡Tomen, putos!”.
Un rapto de lucidez, en el medio de semejante enajenación, le permitió al chaqueño Giménez notar que había pasado un buen rato sin que ninguno de sus compañeros se le colgara del cuello para unirse al festejo. Cuando empezaba a suponer que lo hacían para no opacarlo, el sonido del silbato lo despabiló y sintió vergüenza de solo imaginarse estrujándose los testículos. Envuelto por un halo de obscenidad, giró los talones hacia la cancha y el mundo se desmoronó sobre sus hombros cuando vio el brazo del asistente firme en lo alto apuntando con el banderín hacia el cielo. Parecía un reloj humano dando las doce y media. El chaqueño levantó la vista como si buscara algo, o a alguien, allá arriba. Luego bajó pesadamente los parpados y pareció entender, de una buena vez, que con la suerte no se juega.
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