Inflación y retenciones: otra vez, Argentina busca la trampa

Adrián Simioni

Taciturna, mirándose el ombligo, Argentina juega al solitario. Y se hace trampa a sí misma. No puede creer que su realidad no coincida con sus delirios de grandeza. Es pobre. Y se cree rica. No trabaja, y le encanta consumir. No ahorra, pero quiere vivir de rentas.
La inflación, en Argentina, ya nadie lo discute seriamente, es efecto del eterno déficit fiscal, que obliga a asfixiar a la economía emisión espuria, impuestos descabellados y endeudamientos sin ton ni son. Todo sea por financiar el gasto público siempre desorbitado. Hay que financiar jubilaciones para las que no se ahorró, burocracias de alto costo y rendimiento desconocido, subsidios sociales superpuestos e incalculables y servicios públicos por los que nadie quiere pagar lo que cuestan. Sin ese gasto público, sin comprar millones de voluntades, nuestros políticos no saben construir y administrar poder.

Trampa uno: la inflación

La primera trampa autoinfligida es inocentona. El Estado genera la inflación porque necesita repartir más pesos -de los que logra cobrar en impuestos- a quienes tienen mayor capacidad de presión o de blandir algún derecho adquirido: empleados, contratistas, subsidiados, jubilados, especuladores financieros. Agreguen a quienes quieran. Así que el Estado imprime billetes sin valor y se los da a sus clientes, que van al mercado con una fantasía eterna: la de ser más ricos de lo que en verdad son. 
En efecto, tienen más pesos en sus bolsillos, pero la cantidad de bienes y servicios que hay en el mercado es más o menos siempre la misma. Por ende, quienes de verdad ofrecen los bienes y servicios que todos queremos y necesitamos, piden por ellos una cantidad mayor de pesos. 
Así aparece la inflación, que actúa como el gran equilibrador. La inflación viene a decirnos una verdad grande como una casa: por más que se impriman pesos, el aparato clientelar del Estado no puede consumir más bienes que los que la economía puede producir para mantenerlo. 
Entonces la Argentina se hace a sí misma una segunda trampa al hilo. Indexa. Cada sector busca así “empatarle” a la inflación, para no perder poder de compra. 
Pero eso constituye una utopía. Porque, en primer lugar, la inflación apareció allí precisamente para ajustar la capacidad de consumo de cada quien a la realidad.
Nadie quiere decir las malas noticias. Por ejemplo, no hay casi ningún país con sistemas previsionales con cobertura universal, que pensione incluso a millones de personas que nunca ahorraron y que encima les pague a los que sí ahorraron jubilaciones elevadas, proporcionales a lo que aportaron. O cobran buenas jubilaciones solamente quienes sí ahorraron, o cobran todos, pero pensiones modestas.
Sin embargo, acá no aceptamos ese límite obvio. Somos utópicos. Queremos hoy el mejor de los mundos posibles. Queremos un sistema previsional dispendioso, sin haber ahorrado ni invertido antes. 
Queremos Renta sin capital. Salarios sin trabajo. Subsidios sin impuestos. Son quimeras que los demagogos vienen suministrando a una población que a veces está confundida y otras veces se hace la confundida.

La ilusión de eludir el ajuste

La “sorpresa” es siempre la misma. Por ejemplo, ayer, en las redes sociales, estalló uno de los puntos contenidos en el acuerdo con el FMI: que los salarios estatales deberían subir en promedio un 8 por ciento entre junio de este año y junio del año que viene. 
Por supuesto, nadie cree que en los próximos 12 meses la inflación esté en ese nivel y, por ende, habrá una pérdida de poder de compra. Y será así. Y si no es así con los sueldos estatales, entonces deberán cortarse aún más otras cosas. Podría, por supuesto, no recortarse nada. Pero entonces el Estado seguirá gastando más de lo que recauda y la inflación no podrá acotarse.

Trampa dos: la devaluación

Es otro autoengaño tradicional de la Argentina ensimismada. También se discutió mucho estas semanas, alcanzando el punto culminante ayer, cuando el gobernador de Jujuy, Gerardo Morales, pidió frenar la baja gradual de las retenciones a la soja.
Uno de los efectos de la inflación inducida por un Estado impresor de billetes es que el dólar también tiende a aumentar, como cualquier otro bien de la economía. Mientras pueden, los gobiernos hacen lo imposible por contener la suba del dólar, para evitar que se incrementen las expectativas inflacionarias.
Eso abarata ficticiamente el dólar (como suele suceder con el gas, la luz, la nafta y cualquiera de los otros precios que los gobiernos tratan de pisarr mientras imprimen pesos). Y eso genera un problema: el dólar se abarata y el país se encarece en dólares (hacen falta más dólares que antes para comprar algo dentro del país). Por tanto, exportar es cada vez más difícil e importar es cada vez más fácil. 
Así que los dólares comienzan a faltar. Entonces los pedimos prestados afuera para mantener la ilusión de que somos ricos dólares. Hasta que no se puede mantener más la ficción. Ahí sobreviene la devaluación del peso.
Como la inflación, la devaluación es otra gran equilibradora. Viene a decirnos que es mentira. Que no podemos vivir como ricos en París.
La devaluación viene a acomodar los costos para que el país pueda exportar más y ya no pueda importar tanto. Para que en lugar de pedir prestados dólares, pueda comenzar a ahorrarlos.

La gran Morales

Pero, otra vez, como sucede con la inflación, la Argentina busca rápidamente volver a hacerse trampa. El clásico es la imposición de retenciones al agro. O, como propone el gobernador Morales ahora, dejar de bajar las retenciones que estaban bajando. El argumento es que, ahora que se devaluó, el agro queda en condiciones de recibir muchos pesos por los dólares que ingresan  por ventas de soja al exterior.
Alguien debería decirle a Morales que precisamente por eso se devaluó. Para que sectores como el campo se vuelvan más codiciosos, reciban muchos dólares/pesos, los inviertan en la próxima cosecha y garanticen que no sólo ahora, sino sobre todo en la próxima campaña, aumenten la producción y generen más dólares, no sólo los que necesita el Estado, sino el conjunto de la economía.