Internacionales

El chanta ibérico

15/12/2014 | 18:36

Desde hace unas semanas una mezcla de perplejidad, morbo y vergüenza ajena domina las conversaciones en los bares, las tertulias de los medios y parte de la agenda política.

El foco de la escena mediática lo ocupa Francisco Nicolás Gómez Iglesias, un veinteañero al que hace dos o tres años su madre acercó a la Fundación FAES, el think tank neoliberal del ex presidente Aznar. De mero colaborador recién egresado de la secundaria, el pibe trazó una carrera fulgurante al cumplir con eficacia los trabajos cada vez más importantes que se le fueron encomendando en la entidad, hasta llegar a sentarse al lado del mismo Aznar en actos de la fundación.

Con una metódica afición por las selfies, Nicolás comenzó a sacarse fotos con cuanto pez gordo pescaba en esos ambientes de la derecha vernácula: políticos, empresarios, secretarios de Estado, y cualquier go-between que pudiera servirle para su máximo objetivo: convertirse en un facilitador influyente, apoyándose, como carta de presentación, en esa galería de posados junto a la flor y nata del poder.

Y comenzó a frecuentar pasillos de ministerios, despachos del Partido Popular y lobbies empresariales. Siempre venía “de parte de” y nadie se preocupaba de corroborar tal ascendencia.

Así, se metió en jardines de los más diversos, algunos de ellos, cruciales asuntos de Estado: quiso mediar – y en todo se quedó a medias - para arreglar el conflicto entre España y Cataluña, para que se retiraran las acusaciones judiciales contra la Infanta Cristina o para facilitar la llegada de capitales extranjeros en diversos proyectos de inversión. Su megalomanía adolescente le llevó a presentarse como agente secreto del Centro Nacional de Inteligencia español y a colarse – nada menos – que en la recepción oficial del nuevo Rey Felipe VI. Llevaba un alto nivel de vida, gracias a las comisiones que recibía por sus cacareadas gestiones, frecuentaba lugares de lujo, se paseaba con escolta...

Esa notable exposición provocó la primera fisura en el muro que protegía su cuento de hadas: alguien del gobierno tomó nota de que este chico de rostro aniñado y verbo fácil era el perejil de todas las salsas, que estaba metido “en mil fregaos”.

Con las primeras investigaciones, la colosal historia de triquiñuelas y zigzagueos se disolvió como el azucarillo en el café, no sin antes dejar al descubierto la connivencia de un reputado secretario de Estado del área económica y de un importante empresario madrileño, quienes ejercieron como padrinos del muchacho y valedores de sus andanzas.

Al tiempo que se desmoronaban las aspiraciones de grandeza de Francisco Nicolás Gómez Iglesias, tomaba forma su personaje; el pequeño Nicolás versión irónica de Le petit Nicolás, célebre historieta infantil creada por el francés René Goscinny.

El tema se le ha puesto feo al chanta Nicolás: sufrió una detención policial y fue interrogado antes de recuperar la libertad, un juez aceptó a trámite las denuncias en su contra por supuestos delitos de estafa, falsedad documental, usurpación de funciones e injurias; y la sola mención de su nombre provoca espantadas en Moncloa, la Casa Real y el partido del gobierno. Ahora es un apestado, cuando meses atrás parecía el rey del mambo.

Diarios, radios y televisiones lo ensalzan poco y lo despellejan más. Nicolás ha concentrado en pocas semanas un buen volumen de epítetos descalificativos, desde cantamañanas, trilero o chisgarabis hasta farsante, chiquilicuatre e imberbe.

Como sea, y seguramente sin proponérselo, este muchacho ha desnudado la falta de rigor, control y profesionalidad de algunas esferas políticas, empresariales y gubernamentales, proclives al tráfico de influencias y a la estructura caciquil, una rémora de tantos siglos de sórdida realeza y de tantas décadas de autoritario franquismo.

Hoy, la caricatura de Francisco Nicolás ha superado con creces a su propio currículum. Circulan por la red decenas de imágenes históricas con su rostro colándose entre los más variados personajes, hasta tal punto que a veces cuesta diferenciar entre sus verdaderas selfies y las creados por el ingenio popular.

Para ejemplificarlo, se me ocurre traer a la memoria el personaje de Meneghini, ¿se acuerdan?

Hace unas décadas circulaba un chiste sobre un tal Meneghini, un tipo muy relacionado en las altas esferas, que salía en todas las fotos de políticos y el jet set. El chiste acababa en la plaza de San Pedro, cuando unos turistas miraban hacia la ventana abierta del último piso del palacio vaticano y se preguntaban “¿Quién es ese señor mayor, vestido de blanco con una cruz en el pecho que está al lado de Meneghini?".