La expropiación a los pobres

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La expropiación a los pobres

13/11/2018 | 06:33 |

Los resultados no buscados del buenismo político. El clientelismo confisca el esfuerzo. La inseguridad se lleva la quimera de vivir sin violencia. La falta de educación se lastra las oportunidades.

Adrián Simioni

La semana anterior tuvo amplia repercusión una filmación difundida por Jorge Lanata en la que se exhibe sin pudor la manipulación del clientelismo. Con la condescendencia de una maestra que le habla a chiquitos de jardín de infantes, una puntera le “explica” a un grupo de mujeres del conurbano bonaerense cómo es que van a recibir un “plan”, “una platita” a cambio de que sus hijos vayan “una o dos veces por semana a un lugar donde le van a dar música y todo eso”. El “todo eso” es rápidamente pasado al depósito de las meras fachadas para ir a la única cláusula del contrato que importa: la puntera advierte que las mujeres que falten tres veces a las marchas a favor de Cristina Fernández de Kirchner van a ser “dadas de baja” del plan.

Es este uso y no otra cosa lo que explica la dispersión y superposición de centenares de planes de presunta asistencia social que ¿administran? la Nación, las 24 provincias y los 2.259 municipios del país. Pero eso ya lo sabemos.

Lo que estamos terminando de naturalizar es otra cosa. Es el discurso social hegemónico que ahora -ya desde hace décadas- transmite un mensaje de fondo: si alguien es pobre, puede sentarse a esperar porque un militante (sea un puntero paraestatal o un funcionario estatal) le va a garantizar un sustento. O peor: es que no vale la pena que haga nada porque total alguien proveerá.

El mensaje es perverso no sólo por razones morales. Es estrictamente falso. En Argentina hay apenas 8,7 millones de aportantes a la seguridad social (asalariados, monotributistas, autónomos, personal doméstico) que tienen que bancar a casi 17 millones de personas que cobran de la seguridad social o de la asistencia nacional (no se cuentan planes provinciales y municipales). Es imposible que los recursos generados por ese mercado laboral pueda sostener todo lo demás.

Es la mayor expropiación que sufren los pobres en Argentina. Hacerles creer que pueden prescindir de su propio esfuerzo.

Justamente cuando en muchos casos lo único que tienen muchas personas golpeadas por la desigualdad y la miseria es su propio esfuerzo. Incluso los bienintencionados, los religiosos que enaltecen la pobreza, se mienten a sí mismos: ninguna política social podría tener jamás la dimensión suficiente para reemplazar el esfuerzo de millones de personas. Decirles que alguien más los va a sostener, ya sea porque tiene una supuesta obligación o porque va a ser forzado a hacerlo, es una mentira grande como una casa. No va a suceder porque jamás alcanzará para tanto.

Fuera de la ley

Pero hay múltiples expropiaciones a los pobres, a veces promovidas por justicieros buenistas pero errados, a veces incitados por oportunistas cínicos.

En la defensa de leyes laborales muchas veces vetustas y de fondos multimillonarios, la patria sindical también expropia a los pobres. Hace décadas que en Argentina el trabajo en negro no logra bajar del 33%. Es un tercio de personas de segunda categoría con empleos que sufren una tragedia y causan otra. Esos empleos son demasiado endebles para que los empleadores paguen impuestos laborales y cargas sociales equivalentes al 35% del salario. Y por otro lado representan una competencia desleal para los empleos en blanco que a duras penas pueden costear semejante carga.

Es otro tipo de expropiación a los pobres. Se les expropia el derecho a la equidad. El derecho a vivir bajo el reconocimiento de las leyes. A salir de las catacumbas del mercado en negro. El derecho a ser sujetos de crédito. Otra vez discursos buenistas pero errados, en el mejor de los casos.

A merced de los delincuentes

Otra expropiación que sufren los pobres argentinos es la de la seguridad. Los discursos abolicionistas que con una parte de razón explican la delincuencia por las causas sociales que la originan terminan habilitando dos perversiones.

Una, es que equiparan a “pobre” con “delincuente”. Si los delincuentes sólo lo son por un determinismo de la estructura social y no tienen ningún margen de autonomía para elegir entre el delito o la honestidad, entonces se terminan validando los peores prejuicios.

La mayor expropiación que sufren los pobres en Argentina es hacerles creer que pueden prescindir de su propio esfuerzo.

La otra perversión consiste en ignorar olímpicamente que quienes más sufren la inseguridad son, por lejos, los mismos pobres. O quienes son incluso mucho más pobres que los delincuentes que los diezman. Quienes viven donde el Estado no se atreve a entrar.

Acá se expropia a los más pobres hasta la quimera de una vida en paz. A cambio se les entrega la certeza de que van a ser violentados y saqueados. Una y otra vez. El progresismo de salón, de universitarios ricos que sienten tristeza, debería saber que nadie fertiliza tanto como él la emergencia del discurso de mano dura. Que no en vano surge en los sectores más humildes. Cuando ven la oportunidad, buena parte de los suburbios más marginados terminan votando  en masa por los Bolsonaros de este mundo.

Un papel que no significa poco

Hace dos semanas, en Neuquén, el Consejo Provincial de Educación definió que los alumnos del primer y el segundo año del secundario ya no repetirán. Los burócratas de la enseñanza vieron un dilema: si la secundaria impone un mínimo nivel de exigencia, la deserción se dispara; si se quiere mantener a los chicos en el aula, no se les puede exigir nada.

Ante el dilema, optaron por la más fácil. Podrían haber intentado otras vías: por ejemplo, dar efectivamente clases, ofrecerles a los alumnos una mínima rutina educativa en lugar del caos de paros docentes y el festival de feriados escolares por héroes y fechas que los alumnos ignoran. En los últimos 10 años, los alumnos de Neuquén perdieron dos años de clases sólo por las huelgas. En un calendario raquítico que sólo formalmente dura apenas 180 días al año. A muchos chicos de Neuquén les terminarán dando un diploma. Pero no les darán una educación.

El de Neuquén es un caso tal vez extremo. Pero pocas provincias desentonan con esta expropiación a los más pobres. Esta vez los verdugos son los sindicatos docentes y las autoridades políticas que hacen como que conducen la enseñanza. La confiscación del saber sucede en las escuelas públicas de gestión estatal, en menor medida en las públicas de gestión privadas y casi no se nota en muchas privadas.

La escuela cuando llega a este punto, termina siendo exactamente lo contrario que dice ser: en lugar de dar oportunidades a quienes más las necesitan, se las quita.

Asistencia social, empleo, seguridad, educación. Hace décadas que sabemos que sucede todo esto, que se hace el mal disfrazado de bien. Que muchas veces se expropia en el instante mismo en que alguien dice que da. Lo que no hacemos es cambiarlo.