El presidente sin escrúpulos de un país poco escrupuloso

Otra mirada

El presidente sin escrúpulos de un país poco escrupuloso

15/02/2021 | 09:22 |  

Adrián Simioni

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El presidente sin escrúpulos de un país poco escrupuloso

En noviembre de 1989 hacía apenas cuatro meses que Carlos Menem había asumido y fue entonces que dijo una de sus muchas frases célebres: “Ramal que para, ramal que cierra”. Los sindicatos ferroviarios, carozo de la Argentina peronista, no lo podían creer. Ellos habían puesto plata y habían hecho campaña por Menem, que ahora, de golpe y de la mano del liberalismo más rancio, los traicionaba. No sólo ordenaba privatizar los trenes. Si los sindicatos hacían huelga, se cerraban los ramales y a otra cosa.

Con muchas otras cosas sucedió lo mismo. Menem, que había ganado la presidencia con promesas demagógicas y populistas, de salariazos milagrosos y revoluciones productivas, hizo todo lo contrario. Con una total falta de escrúpulos. A la vista de todos. Porque no tenía sentido tratar de disimular. Privatizó y dio en concesiones empresas estatales. Introdujo las AFJP. Transfirió escuelas a las provincias. Liberalizó precios y controles. Modernizó y desreguló la economía. Se alió a Estados Unidos. Abrió la economía. Encima a todo esto Menem lo hacía sonriendo, envuelto en una frivolidad de vedettes y ferraris testarrosas, delegando todo en ministros porque daba la impresión de que él no entendía bien lo que él mismo estaba haciendo.

Era una violación sistemática de la biblia del populismo argento. Muchos argentinos reaccionaron con sorpresa y escozor. Aunque en el fondo también sabía que era inevitable. La hiperinflación de Alfonsín había dejado claro que era imposible seguir financiando con la maquinita un estado completamente deficitario ordeñado por amplios sectores de una sociedad que, como Menem, hacía rato había perdido sus escrúpulos.

El de los ferrocarriles sigue siendo un buen ejemplo: hacía décadas que transportaban cada vez menos con cada vez más empleados, atrapados en la indolencia, la corrupción y la desinversión sistemática, por más de que miles de esos empleados fueran honestos e intentaran hacer lo mejor. La principal industria del ferrocarril era desde hacía rato la de los juicios laborales. Durante décadas sindicatos y gobiernos prometían mejorar. Nunca lo hicieron. Hasta que no dio para más. El de los ferrocarriles es apenas un ejemplo. Tuvo que venir Menem, para decir lo obvio: la estabilidad económica de todo un país no se puede sacrificar eternamente para mantener bolsones de privilegios improductivos.

Sus reformas fueron exitosas: estabilidad, inversión, modernización. Pudimos volver a prender la luz. Y tener un teléfono. También subieron la pobreza y el desempleo. Claro que la inflación hacía décadas que venía horneando pobres. Y el desempleo estaba simplemente disimulado en el empleo estatal calientasillas. Con Menem eso se blanqueó.

Por todo esto y mucho más, Menem fue demonizado. Pero son nuestros demonios los que ponemos en él. A él simplemente le tocó lo inevitable cuando la cobardía argentina por postergar las reformas ardió en la hiperinflación. Es parecido a lo que sucede hoy. Un ejemplo: hace ya 10 años que tenemos que poner 500 millones de dólares anuales en Aerolíneas Argentinas y que dicen que la van a mejorar. No lo hacen. En algún momento arderemos y vendrá otro Menem sin escrúpulos a privatizarla otra vez mientras los inescrupulosos que la desmanejan hoy se rasgarán las vestiduras.

La falta de escrúpulos de Menem se extendió a otros capítulos: la corrupción daba la impresión de ser rampante, la manipulación de la Justicia servía para impedir que se aclararan atentados como el de la Amia o el de Río Tercero.

A él nada parecía afectarlo. Un traje de amianto lo protegía. Tal vez era su carácter optimista y alegre: fue el único presidente argentino que estuvo detenido. Antes, cinco años, durante la dictadura militar. Y luego de ser presidente, cuando un juez que él había nombrado en 1993 le dio prisión domiciliaria durante 5 meses tras una mera citación indagatoria por el contrabando de armas. Sorprendente, tratándose del presidente al que una cantidad sólida de argentinos considera el máximo símbolo de la impunidad.

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