Fuerte caída del gasto en Capital

Negocios Públicos

Poder mata billetera en el reparto de los fondos federales

15/12/2018 | 12:41

Carlos Sagristani

En Argentina las instituciones son tan estables como el dólar. Y ya se sabe, sin reglas perdurables que lo limiten, el poder de turno moldea las decisiones según sus intereses. Casi siempre, en detrimento del interés general.

La falta de racionalidad en el reparto del dinero público entre Nación y provincias es resultado directo de esa carencia de institucionalidad. 

La ley de Coparticipación Federal de 1988 fue, tal vez, demasiado generosa con las provincias. Con responsabilidades mucho menores a las actuales en las prestaciones básicas, se alzaban con el 54 por ciento de la torta.

La revisión era inexorable. Menem alineó a gobernadores y una porción sustancial de los sindicatos. Y con ese poder avanzó en la transferencia de servicios (escuelas, hospitales), y en la retención de impuestos coparticipables, por ejemplo, para financiar jubilaciones.

Pero no logró estabilizar ni formalizar, más allá de pactos efímeros, esa nueva relación.

El fracaso de la Constituyente

La Constituyente de 1994 buscó una respuesta institucional. Ordenó dictar, en un plazo máximo de dos años, una ley de coparticipación que definiera un marco duradero con la adhesión de todas las provincias.

La unanimidad es la cuadratura del círculo en cualquier democracia. Nunca se sancionó esa ley. Queda para la historia juzgar si en la Constituyente prevaleció un utopismo ingenuo,  o si en realidad se buscó reforzar la arbitrariedad del hiperpresidencialismo de Menem.

En adelante, el reparto de fondos se regiría por la capacidad de los sectores de poder dominantes de imponer las reglas de su conveniencia.

La lógica del profesor Neurus

Ocurrió con el hiperpresidencialismo de los Kirchner, que ostentó la mayor concentración de poder  político desde la restauración democrática. Sin demasiado apego a la legalidad republicana, por cierto.

Por delegación de poderes de un Congreso adicto –de constitucionalidad dudosa– y por el mero imperio de la arbitrariedad, su gobierno aplicó la lógica del profesor Neurus. Se apropió de las tres cuartas partes del dinero público. Las provincias recibían, en promedio, apenas un 27 por ciento.

La ecuación se reproduce, aunque en sentido inverso,  bajo el mandato de Macri. Otra vez, poder mata billetera. Ocurre que el  balance de poder cambió y el reparto de fondos quedó fuera del alcance exclusivo de la lapicera presidencial.

El plan canje de los gobernadores

Macri aún no había recibido las llaves de la Rosada, cuando la Corte lo sorprendió con un fallo que devolvía a Córdoba su parte del 15% de la recaudación del IVA que contribuía a financiar a la ANSES. Una decisión tan justa como inoportuna –sospechosamente inoportuna–  que abrió las compuertas al reclamo del resto de las provincias. El Presidente debutante no pudo resistir el aluvión.

Fue el estreno de un juego que los gobernadores peronistas ejercitaron con maestría durante los tres años siguientes: usar su gravitación en el Congreso para canjear votos por cuantiosos fondos que les prodigaría un gobierno minoritario.

Un informe del IERAL –el instituto de investigaciones de la Fundación Mediterránea– ponderó que desde 2015 los recursos tributarios transferidos de manera automática a las provincias aumentaron 19 por ciento más que la inflación. Los de la Nación cayeron 10 por ciento en términos reales.

En 2017 había 21 provincias con déficit. Los giros nacionales ayudaron a corregir desequilibrios y hoy sólo cuatro presentan números en rojo.

El peso del superajuste al que obligó la crisis también recae de manera dispar por el lado del gasto.  La Nación recortó 6,4 por ciento real sus erogaciones corrientes en el último trienio. Las provincias, en conjunto, las expandieron 4,7 por ciento.

Las provincias redujeron 5,9 por ciento los gastos de capital.  La Nación debió ejecutar una poda draconiana del  47,8 por ciento, que comprometió  el objetivo de acelerar la indispensable recuperación de la infraestructura.

No hay régimen federal sustentable sin responsabilidad fiscal compartida. Y sin ella el crecimiento y la equidad son inviables. Nuestra historia es fecunda en  fracasos nacidos de ese default político. Hoy coqueteamos otra vez con el peligro de una nueva frustración.

La política determina las decisiones económicas, aun las más irracionales. Lo que no puede es huir de sus consecuencias.