La mochila de Alberto versus la ruleta de Mauricio

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La mochila de Alberto versus la ruleta de Mauricio

13/07/2019 | 13:11

Carlos Sagristani

Alberto Fernández es un baqueano de la trastienda del poder. No enfrenta con la misma naturalidad la tribuna proselitista.

Enhebró acuerdos con gobernadores que le facilitaron al cristinismo saltar la ciudadela del tercer cordón del Gran Buenos Aires y construir una estructura nacional.

Terminó de encolumnar a ocho gobernadores en la orgánica del Frente de Todos. Y acaba obtener el guiño de otros dos que van con boleta corta, los electos de Chubut y Misiones. Como el resto, ambos orbitaron en el extinto peronismo federal.

Esta semana, en Córdoba, coronó a medias su última misión de operador.

Rencor, mi viejo rencor

La visita a Juan Schiaretti fue para prometerle que si llega a la Presidencia no le cobrarán, como en el pasado, su negativa a someterse al nuevo esquema de poder del peronismo nacional. Y para pedirle una prescindencia no beligerante.

Schiaretti puso cara de témpano en la foto. Como Francisco en aquella imagen imborrable de la primera visita oficial de Macri en el Vaticano.

El gobernador jamás le perdonó a Fernández una operación que le atribuye para “robarle” en el Correo la elección que le ganó a Luis Juez por 17 mil votos el convulsivo 3 de septiembre de 2007. El derrotado siempre sostuvo lo contrario, que él fue la víctima del “robo”. Juez militaba entonces en la transversalidad de Néstor Kirchner, que se gerenciaba desde la Jefatura de Gabinete.

Hay otras facturas pendientes de cobro a nombre de los gobiernos Kirchneristas a los que sirvió Alberto. Más onerosas para los cordobeses, por cierto, que aquella disputa de poder. Adrián Simioni las contabilizó con minuciosidad de auditor en una de sus columnas en Cadena 3.

Sobre los viejos rencores se apilan otros más recientes.

Delasotistas de Cristina

Con Carlos Caserio como lazarrillo, Alberto comenzó a caminarle intendentes y otras referencias territoriales del delasotismo. Sus delegados se ufanan de haber enrolado ya a un centenar de jefes comunales que desoirán el mandato de la boleta corta y militarán la fórmula de Cristina. Buscan aliados para superar el techo del 25 por ciento en un distrito que siempre fue hostil al kirchnerismo.

En rigor, José Manuel De la Sota ya tejía una reunificación con el mundo K –se dice que con el beneplácito de bergoglistas notorios– cuando lo sorprendió la muerte. Schiaretti aceptaba el rol del Gallego como articulador de la estrategia nacional del justicialismo cordobés. Pero nunca compartió el rumbo.

El Gringo es menos proclive a perdonar ofensas que el promedio de los políticos. Pero además tiene una mirada estratégica diferente. Cree que el justicialismo no tiene destino si no contribuye al fortalecimiento de las instituciones y a una modernidad económica inclusiva, que Cristina no concibe ni garantiza. Por eso intentó construir una Alternativa Federal que murió antes nacer como opción de poder.

Las urnas dirán si el capítulo Córdoba del armado del Frente de Todos fue o no eficaz.

Convencer no es rosquear

Ahora Alberto debe vestirse de candidato e ir por los votantes, no ya por otros dirigentes.

Para asegurar el triunfo debe pescar entre los moderados descontentos con Macri e insatisfechos con Lavagna, sin concesiones que irriten a los cristinistas convencidos.

Es la misión más ardua que le encomendó Cristina. Por ahora, chapotea en una ciénaga discursiva. No logra construir credibilidad en esa franja ciudadana, que porta el gen de la desconfianza.

No todos los ingredientes de la receta son compatibles. Ni sus herramientas parecen las más apropiadas. No tiene carisma, nunca trabajó de candidato y su palabra pública está devaluada.

Intenta hacer foco en el derrumbe económico y social durante la gestión de Macri. Pero la génesis de la fórmula que encabeza, con una asimetría de poder evidente en favor de la vice, y la historia reciente de ambos terminan corriendo siempre el eje.

El pasado que vuelve

Todos los días queda expuesto a las mismas preguntas porque las respuestas no convencen. No logra “dar vuelta la página” –como pidió en Córdoba– y esa frustración desnuda un temperamento pendenciero en sus cruces constantes con periodistas.

Debe demostrar que si es elegido presidente él ejercerá el poder y no Cristina. Y que ni Máximo Kirchner ni La Cámpora, con sobredosis de poder territorial en Buenos Aires e institucional en Diputados, lo van a condicionar.

Necesita que le crean que hay una nueva Cristina, más moderada que la del atril impiadoso con la disidencia y la crítica. O que el libro escrito por la vieja Cristina que ella pasea por provincias afines.

Alberto debe diferenciarse de su jefa y mentora sin descalificarla. Y al mismo tiempo transmitir coherencia con su pasado hipercrítico a la gestión y la figura de la ex presidenta. No puede asumir, sin más, la doctrina Moyano: “Los peronistas somos así, un día decimos una cosa y otro día decimos otra”.  El camionero nunca se ganará el cielo de los moderados ni lo necesita.

Encubrimiento político

La escena más patética fue la del miércoles de furia de Fernández a la salida del juzgado de Claudio Bonadio, quien lo citó como testigo en la causa por el pacto con Irán. En medio de las escaramuzas con una cronista, dijo que haber señalado a Cristina, siete veces en una misma entrevista televisiva, como “encubridora” de los asesinos de la AMIA “sólo fue una opinión política, no jurídica”. Y que ahora tiene “nuevos elementos” para exculparla.

El 16 de febrero de 2015 desde una columna con su firma en el diario La Nación decía: “Cristina sabe que ha mentido y que el memorando firmado con Irán sólo buscó encubrir a los acusados. Nada hay que probar. Merced a ese pacto, la evaluación de los hechos quedaría en manos de una comisión que funcionaría en la patria de los prófugos y en la que la mayoría de sus miembros debería contar con el acuerdo iraní. ¿Para qué pactaron ambos gobiernos notificar a Interpol lo acordado, si no era para levantar los pedidos de captura librados?”.

En la pluma de un profesor de derecho penal parece algo más que una opinión política lanzada a la ligera.

El coro desafina

En su esfuerzo por instalar su propio relato de campaña, Fernández debe lidiar además con la multiplicidad de voceros de su espacio.

Le costó unas semanas silenciar a los inorgánicos que repetían consignas de espanto para los independientes que él busca persuadir: Conadep para los periodistas, disolución de la Justicia, una nueva Constitución (idea que en su momento formuló Cristina y luego se puso en pausa).

Más peliagudo es el forcejeo que mantiene por el control del discurso económico con Máximo Kirchner y Axel Kicillof, dos pesos pesados de la intimidad de la matriarca.

Alberto y sus emisarios venían de jurarle al FMI que no defaultearán si son Gobierno, cuando el jefe de La Cámpora declaraba que “la deuda es impagable” y que “el FMI le financia la campaña a Macri”.

El ex ministro de Economía y ahora candidato a la Gobernación bonaerense volvió a postular “un control” a la entrada y salida de capitales. Alberto tuvo que salir a prometer que “el cepo no vuelve”.

Ordenar el discurso múltiple requiere una musculatura política que el presidenciable no muestra.

Discurso único ¿y eficaz?

Enfrente, el relato de Macri y Miguel Pichetto es unívoco.

Atiza el fuego del antikirchnerismo. Trata de capturar votos por derecha, una misión que Pichetto cumple sin complejos. Y se abraza a los indicios de un incipiente rebote de la economía, incentivado con anabólicos al consumo y prendido con alfileres a la ruleta del dólar.

Unívoco no quiere decir necesariamente eficaz. Por ahora las encuestas, siempre relativas, registran que la dupla oficialista acorta distancias con la primacía opositora. Sólo eso.