El Turco Genesir sigue recorriendo en Italia los caminos de San Francisco de Asís.

Mística Ermita de Le Celle

El silencio de San Francisco y su eco en Córdoba

30/05/2025 | 11:05

El “Turco” Genesir recorre en Italia los caminos de San Francisco de Asís, uniendo Cortona y Córdoba en un viaje espiritual por la silenciosa Ermita de Le Celle.  

Redacción Cadena 3

Por Lucas Botta

En su recorrido por Italia, el “Turco” Genesir llegó a uno de esos lugares que no figuran en los mapas turísticos masivos, pero que guardan una potencia silenciosa difícil de explicar con palabras. Cuando lo vi recorriendo esas callecitas, recordé una historia que se liga —un poco, o quizás mucho— también a nuestra querida Córdoba. Y ustedes podrán pensar: “¿Cortona y Córdoba emparentadas?”. Sí. Y el vínculo tiene que ver con la ruta que el “Turco” está realizando: los caminos de San Francisco de Asís. Les cuento…

En las colinas que envuelven a Cortona, al sur de la Toscana, hay un sendero estrecho, casi oculto, que conduce a un rincón fuera del tiempo. No hay carteles luminosos ni multitudes sacando fotos. Solo piedra, bosque, agua y viento. Y en el centro de ese silencio denso, el Eremo delle Celle —o Ermita de Le Celle—: el lugar que San Francisco de Asís eligió para escuchar lo que el mundo ya no podía decirle.

Corría el año 1211 cuando llegó hasta allí, sin pompas ni séquitos, cargando apenas su hábito gastado y su hambre de verdad. No buscaba reconocimiento ni prestigio. Solo un poco de cielo y de paz. Allí construyó con sus propias manos una pequeña celda de piedra que aún hoy sobrevive: intacta, humilde, sagrada. No hay vitrales ni retablos. Hay roca viva y un murmullo constante de agua que brota entre los árboles, como si la naturaleza supiera que está custodiando algo más profundo que la historia. 

Pero lo más fascinante no es sólo lo que ocurrió hace ochocientos años. Es lo que sigue ocurriendo todavía hoy. Desde 1537, ese santuario está en manos de los Frailes Menores Capuchinos, una rama reformada de los franciscanos, nacida con el deseo de volver al espíritu más austero y contemplativo de Francisco. Su nombre proviene del cappuccio, la capucha puntiaguda que llevan como parte del hábito. Y fue esa misma orden la que, siglos más tarde, cruzó el océano para dejar su huella en el corazón de Córdoba, al construir esa joya neogótica que todos conocemos como la Iglesia de los Capuchinos, en barrio Nueva Córdoba —aunque su verdadero nombre sea Iglesia del Sagrado Corazón de Jesús.

Esa iglesia, que deslumbra por fuera con sus torres desparejas y por dentro con su arquitectura que invita al asombro, está unida por una línea invisible y poderosa con aquella ermita de piedra donde Francisco se retiró a meditar. Dos lugares que parecen opuestos —uno austero, el otro monumental— pero que comparten una misma raíz: la búsqueda de lo esencial, el valor del silencio, la necesidad de despojarse para encontrar algo más verdadero, algo más profundo. Haciendo réplica, quizás, de aquella célebre frase que reza: “Lo esencial es invisible a los ojos.”

Visitar el Eremo delle Celle es, en algún sentido, como abrir una grieta en el tiempo. Allí el silencio no es ausencia: es presencia pura. Y uno entiende, sin necesidad de palabras, por qué San Francisco eligió ese rincón del mundo. No para huir de la realidad, sino para reencontrarse con lo real.

Y entonces, de pronto, surge la conexión. No entre monumentos, sino entre sentidos. Porque también en Córdoba, quienes entran a la iglesia de los Capuchinos —por devoción, por turismo o por pura curiosidad— se enfrentan, aunque no lo sepan, con esa misma pregunta que Francisco se hizo hace siglos en las montañas toscanas: ¿Qué espacio le estamos dejando al silencio, en un mundo que no deja de gritar?

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