Terremoto en Italia

Van hacia la herida, sin que los llame nadie

06/09/2016 | 17:04

Debía contar “el día después”, a veinticuatro horas del terremoto del 24 de agosto. La ruta estaba despejada. Los autos particulares podían circular sólo en casos de extrema necesidad.

Ambulancias, policías y bomberos se desplazaban en ambas direcciones. Sabía que las patrullas de rescate habían trabajado durante toda la noche en Amatrice, Accumoli, Pescara di Arquata del Tronto, y que continuaban sin pausa extrayendo personas con vida bajo los escombros, pero casi igual número de fallecidas.

Cuando aún me faltaba una hora y media de camino, el navegador satelital dejó de guiarme. ¡Estoy frito!, me dije. Pero miembros de la Protección Civil que encuentro en el camino se ofrecen a guiarme.

Así, escoltado por dos de sus autos, uno delante y otro atrás, avanzo sin obstáculos. Cada tanto nos detiene un puesto policial. Me doy cuenta que el conductor del primer auto le habla de mí. El policía me mira, y me hace una señal para que reanude la marcha. Lo entendíamos, luego de saber que en ciudades y poblados desalojados por la destrucción, ladrones “aparecidos de la nada” habían saqueado lo poco que quedaba.

De pronto, viramos hacia un sendero de montaña, estrecho, de ripio, con incontables curvas. Estábamos entrando en Accumoli por una calle que la bordea. A la derecha el precipicio y a la izquierda edificios y casas muy averiadas o totalmente arrasadas por el sismo.

Cada cincuenta o cien metros del lado izquierdo aparecían calles estrechas que entraban en la ciudad, fantasma: maderas erguidas entre piedras y cascotes como gritos solitarios; ventanas abiertas, puertas estáticas, deformadas como una mueca de dolor indescifrable; techos caídos en catastrófica pendientes y millares de tejas rojas, ocres, marrones, esparcidas entre las piedras como piezas de un rompecabezas sin retorno; muebles aplastados bajo el sol ofrecían el brillo de su lustre como postrer gemido de una comarca que no podía reconocerse a sí misma. No tenía alma, sus habitantes la habían abandonado, aterrados por la oscura brutalidad de los temblores.

Desde lejos el Campo Base con sus carpas azules y blancas parecía un campamento veraniego, pero ya más cerca la enfermería, las ambulancias, las sillas de ruedas, completaban el panorama de una ciudad de emergencia con trescientos sobrevivientes.

Agradecí a los miembros de la Protección Civil por haberme llevado a ese claro escondido en la montaña. El chofer del auto que me había guiado confesó su identidad: “soy policía, y lo hice con mucho gusto”. Y, yo también les confesé que “me sentí guiado y protegido, pero nunca había imaginado que los ángelus custodios se moviesen sobre cuatro ruedas”.

Me interesaban los testimonios para transmitir a Cadena 3 en diálogo con Mario Pereyra -conductor de Juntos- y luego con Rony Vargas -conductor de en Viva la Radio-. El grabador estaba preparado y podía recorrer libremente el Campo Base. La hierba transmitía vivacidad, fuerza, y los niños jugando, más todavía. Algunos adultos descansaban en las carpas, otros, en grupos merendaban en el comedor. También llegaban familiares y amigos a visitarlos.

A pesar de cordialidad reinante, de la amabilidad de los voluntarios que los asistían, la tristeza en los corazones, era como una piedra atada a los pies que no les permitía dar un paso hacia el umbral de la esperanza.

Cuando me presentaba como periodista recibía un gesto de desagrado, que se confirmaba con un “no” rotundo. No querían hablar. “Ya pasaron por aquí muchos colegas suyos, ¿qué más quieren saber?”, me dijo tajante una anciana. Le expliqué que al compartir su testimonio, la gente podría participar de su dolor y ayudarlos a todos.

Algunas personas, a pesar de no aceptar ninguna pregunta, cerraban sus labios sonriendo, pero no más. Era una sonrisa pudorosa que cubría las llagas del corazón, temerosos de no encontrar la comprensión y ternura que necesitaban.

Las preguntas sin respuestas de los mismos sobrevivientes eran el ámbito donde tímidamente Franco, un hombre rubio de mediana edad, se animó a contarme: “Conozco a todo el pueblo, hoy aquí me acompañan dos hijos. Nosotros no tenemos que lamentar víctimas en la familia, pero cómo volver a comenzar sin tantas personas del pueblo que ya no están?".

Hasta ese momento había hablado sin mirarme. Cuando, emocionado, ya no pudo decir palabra, me miró tras el cristal de sus lágrimas. Sus hijos adolescentes compartían su silencio.

“Me siento muy triste, perdí gran parte de mi casa. Con mi esposo y mis dos hijos adolescentes queremos recomenzar, pero…. ¿cómo? ¿Llegará alguna ayuda? Los políticos han mentido tantas veces”, me dijo Marcela, de unos 45, en la gran carpa comedor.

No quiso que la fotografiara. Ahora pienso que sentía su dolor demasiado íntimo y no deseaba que se difundiera con los perfiles materiales de su persona.

Era difícil hablar con los jóvenes, impotentes de asumir la angustia de sus padres y deseosos de no quedar atrapados por la incertidumbre general que los superaba.

Era difícil hablar con los ancianos, desolados, porque el principio del propio fin se les presentaba con esta inmensa prueba material que, por sí mismos, no podían superar. Enfrentaban también una prueba espiritual gigante, grande como toda la vida que podían seguir ofreciendo con generosidad, o volcarla a la ciénaga de viejos rencores o al abismo del propio “yo” encerrado en soledades no resueltas.

¿Aquí, habrá alguien sacudido por la destrucción y las muertes que exprese esperanza? Me había preguntado varias veces con cierta desilusión, hasta que pude conversar con Andrés. Este hombre, de 47 años, que me había sido presentado con gran delicadeza dado el inmenso dolor que lo embargaba, me abrió su corazón como si fuésemos amigos.

- ¿Quiénes fallecieron?”, le pregunté.

- Mi madre Rita (69) y mi hijo Gabriele (8); Irma (81) madre de mi cuñado Carlo, casado con mi hermana Annamaría y Elisa (14), hija de ambos. Es decir, dos abuelas y dos nietos. Los cuatro murieron bajo los escombros. Y también una queridísima prima que vivía en la misma casa de Pescara de Arquata del Tronto.

-Cuando llegamos a la casa derrumbada – me reveló- la primera persona que me posó una mano sobre la espalda fue Mons. Giovanni D’Ercole, obispo de la ciudad. Qué alegría sentí en ese abrazo, como si Jesús hubiese venido a reconfortarme… Aunque vista la situación nada se podía esperar, confiaba que bajos los escombres se hubiese creado un hueco de protección.

Escuchaba estas palabras con mi alma arrodillada, como si en la oscuridad del dolor que me participaba, pudiese recibir la luz que él me ofrecía. Temía que a causa de un momento de desatención mía, el resplandor de sus palabras se ocultase detrás de una coraza de mutismo.

-¿Cómo recibió el golpe?- Me salió decirle, viéndolo ahora con tanta paz.

- No culpé a nadie. Jamás se me hubiese ocurrido culpar a Dios -afirmó con voz suave y segura, para luego preguntarme- ¿Qué sentido tiene la vida sin la muerte?

- Muchos consideran a la muerte como ‘la no respuesta’ -me atrevía recordarle y, además preguntarle- ¿usted cree que al traspasar el umbral de la muerte todas las preguntas encuentran su explicación?

-Vivir sobre esta tierra sin perspectivas para después de la muerte me parece tan desolador, y en algunos casos hasta cínico, que me viene náusea de sólo pensarlo- afirmó Andrés con inusitada fuerza

A pesar de su firmeza, en Andrés no había presunción, eran convicciones que vencían su dolor, como un regalo que supera todo lo que se puede esperar, y que se ubica en el extremo opuesto del “todo pasa, no somos nada”, tan común.

-En estos días pocos se animan a confesar su fe, no porque no la tengan, sino porque me parece que el dolor los ahoga. La congoja les nubla el alma- le dije.

-Nosotros estamos hechos por Dios y a El volveremos. Esto para nosotros es una certeza tanto a los 8 como a los 14 años y como a los 81 años.

Así, Andrés había plantado su fe más arriba del drama del terremoto, iluminándolo. Era en realidad un desafío al protagonismo de la muerte que se había llevado 294 vidas.

-La muerte es el comienzo de una nueva vida con Dios en espera de la resurrección de todos- expresó gustando lo que decía.

Pero yo quería ir a las raíces de su convicción.

-¿Andrés, quién se lo asegura?

- Jesús en la cruz ha derrotado a la muerte- afirmó sin titubear.

En ese momento, la emblemática cruz del campanario de la Iglesia San Agustín de Amatrice, sobre el reloj que se detuvo indicando las 3.37, un minuto después de la sacudida devastadora, descubrió su misión actual y profética: bendice el llanto de todo el pueblo, sana las grietas de las casas quebradas y vuelve a reunir las piedras de la destrucción dispersas, en la esperanza cierta del único terremoto feliz: el estremecimiento de los puros de corazón que, en toda muerte, y en la muerte definitiva, contemplan el rostro de Dios, junto a otros hermanos cristianos, judíos, musulmanes, agnósticos o ateos que, por haber tendido la mano al necesitado, tienen el mismo premio.

Annamaria -que por el terremoto perdió a su hija Elisa, junto a su madre, Rita, a su sobrino Gabriele y a su suegra, Irma- en un mensaje de WhatsApp, dice de su madre: “…antes que nada le agradezco absolutamente por nuestra familia (y coloca cuatro corazoncitos blancos enmarcados en lila) Y, en este su viaje maravilloso no se fue sola, ella amaba la compañía… ha elegido los ángeles más hermosos… Espérennos (y aquí pone tres corazoncitos) un día nos reencontraremos todos juntos. Gracias mamá”.

Anamaría y Andrés no son teólogos, ni fanáticos, ni mojigatos que reparten estampitas como talismanes de la buena suerte.

Son cristianos, simple y completamente, cristianos. Participándonos su experiencia, nos permiten llegar a millares de personas que necesitan una palabra de consuelo y esperanza. Ellos –parafraseando al poeta- son verdaderos amigos que, como la sangre, van hacia la herida sin que los llame nadie”.

Héctor Lorenzo