Sociedad

Roma: lo antiguo, lo nuevo, lo eterno

06/04/2016 | 20:28

Cuando llegamos al aeropuerto Leonardo Da Vinci, los primeros en darnos la bienvenida son enormes carteles que publicitan líneas aéreas, licores, perfumes, celulares, cartas de crédito, que se alternan con imponentes fotos de edificios milenarios color ocre y monumentos y estatuas de mármol blanco. Todo ello conjuga en sucesivos golpes de vista el espesor de lo antiguo aquilatado por el tiempo y lo nuevo rápido, eficaz y no pocas veces efímero como las ilusiones virtuales en alas del viento.

La bella Italia, il bel Paese, no se nos presenta de inmediato: los pueblitos colgados de las montañas; los campos de olivos y vides; las iglesias donde una Presencia palpita muchas veces ignorada, mientras sus pinturas narran la historia de los pueblos hebreo y cristiano; las fuentes públicas donde nuestras abuelas lavaban la ropa y comentaban la vida del pueblo. Nos esperan las tabernas exuberantes de jamones, salames, quesos, embutidos y picantes varios, junto a vinos de cepas ancestrales y dulces propios del lugar. Pero… ahora debemos entrar en una carretera que rodea Roma para integrarnos al desfile interminable de todas las marcas del Planeta.

A poco de andar nos sorprende el ronquido de una acelerada seguido de un diabólico zig zag. La reina Ferrari se impone con su pirueta y el esplendor de su vestido rojo o negro o blanco que blinda recto y sinuoso, su belleza. Es orgullo de la técnica italiana y tótem del consumismo, alabado con sentimiento patriótico, testigo de la Italia del desarrollo nacida después de la Segunda Guerra Mundial, junto al emblemático Fitito, sueño del auto para todos.

Al desembocar en una curva de salida entramos en una recta y luego en otras curvas, subiendo y bajando colinas, enfrentando pasos sinuosos bordeados por precipicios, penetrando en galerías iluminadas bajo los pies rugosos de las montañas, y todo ello en sólo diez kilómetros. Al llegar al hotel nos reciben con un “ciao” (que se pronuncia “chao” y significa “hola”) y un apretón de manos sincero.

El romano es intuitivo, chispeante, por momentos irónico y hasta desfachatado, pero siempre cargado de afecto, capaz de generar encuentros de corazón a corazón en sólo un instante, de tejer con su interlocutor, mano a mano, en un manto de recuerdos, los sueños de los abuelos y aventuradas historias personales.

No podemos pasear por Roma sin sentir que, secretamente, desde el río Tiber en invisibles barcas los etruscos del siglo V a. d. C. –ancestros de los romanos– sigilosos nos espían. La historia bimilenaria escrita en cada piedra deja de observarnos cuando los observadores somos nosotros ante los Muros Aurelianos, carcomidos por el hollín y el tiempo.

En las sombras y recovecos del Foro Romano –centro de la vida social durante un milenio– imaginamos la construcción de sus fundamentos y gradas, columnas y capiteles, trabajo de esclavos y artesanos ejecutado bajo las órdenes de arquitectos, todos súbditos del emperador Augusto que, poco antes de morir dijo: "Encontré una ciudad de ladrillos y dejo una ciudad de mármol". Mientras que Séneca, cincuenta años después y en la misma ciudad declarara que “El sabio no se deja jamás tomar por la mano de la buena fortuna, ni abatir por la que le es adversa”.

Llegados a este punto, necesitamos una pausa para los pies y para decantar emociones. El lugar propicio es un bar que hace esquina con una calle estrecha y empinada que corta el respiro y el viento.

Con el primer cappuccino me vienen a la mente algunos nombres de filósofos griegos, cuya sabiduría llegó a Roma y se difundió por el Imperio: Sócrates, enseñaba que a la verdad se llega por el parto interior de la pregunta y la respuesta; Platón, que en el cielo ubicaba a las verdades en el mundo de las ideas; Aristóteles que en las cosas leía su verdad y esencia, distinguiendo el devenir de sus cambios, mientras que para Heráclito las cosas que se mueven y cambian eran como el pasar sin fin de un río indefinible, siempre distinto ante nuestros ojos.

Para ir al Coliseo preferimos tomar el subte. En el televisor del vagón vemos en directo el lanzamiento del cohete ruso Protón desde Baikonur, con el sonda ExoMars 2016 (para detectar vestigios de gases), y un módulo de prueba de aterrizaje italiano bautizado Schiaparelli. El responsable científico de esta misión –se dijo– es el argentino Jorge Vago, que trabaja para la Agencia Espacial Europea. Nos quedamos atónitos. ¡Los romanos nos entregan su cultura y ciencia desde hace 2700 años, y hoy, un científico argentino le enseña a Europa cómo aterrizar en Marte!

El Coliseo de Roma (año 80 d. C), escenario de lo mejor y de lo peor: arte, espectáculos de caza, evocación de batallas, dramas basados en la mitología clásica, y las orgias de sangre en combates a muerte entre gladiadores o la matanza de cristianos como pasto de las fieras. Todo dependía de la voluntad del emperador que decidía la suerte de quien debía vivir o morir. Se consideraba descendiente de los dioses. Su autoridad fue el muro más duro que los cristianos derribaron con la sangre de sus mártires, semilla de nuevos creyentes. Como el heroísmo de hoy: los mártires cristianos del 2015 fueron 7000, especialmente por obra de los movimientos yihadistas más letales, Daesh, Al Qaida, Boko Haram y Al Shabab.

Hoy, desaparecida la grandeza y potencia del Impero, Roma enfrenta la integración de naciones que nacieron en su mismo seno y con otras de vertientes culturales y religiosas. La fraternidad entre hebreos, cristianos y musulmanes  tiene muchos lugares de encuentro y puede ser el imán que atraiga a la paz a todo el resto. Es el desafío de vivir como hermanos en la familia humana. Es arduo y decisivo, suficiente para darle sentido y esperanza a nuestros pasos.

Sí, todo pasa, lo viejo y lo nuevo, pero el espíritu que a Roma le diera origen es eterno, como la verdad, el bien y la belleza que disfrutamos también en el tiempo.