Rosita (un cuento de Mauricio Coccolo)

La fama es puro cuento

Rosita

14/02/2021 | 14:29 | El final era inevitable, Rosita lo sabía y lo tenía asumido. Ya no necesitaba explicaciones de los médicos. Se había perdido los últimos 5 partidos del club y eso le dolía. Leé o escuchá la historia.

Mauricio Coccolo

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Rosita (un cuento de Mauricio Coccolo)

El final era inevitable, Rosita lo sabía y lo tenía asumido. Ya no necesitaba las explicaciones de los médicos. Se había perdido los últimos cinco partidos del club y eso le dolía más que cualquier dolor.

Trataba de pasar los días como siempre, pero no estaba en el lugar de siempre. Se sentía rara. La cama, las cortinas, los tubos, las enfermeras, el suero, las pastillas, las gasas, el alcohol, todo le parecía raro. Ajeno. ¿Cuánto vale lo cotidiano cuando no se lo puede tener? Rosita jamás había imaginado que extrañar las cosas simples podía doler tanto. Le dolían las ganas de ir a la cancha. Le dolía no poder agarrarse del tejido y sentir la transpiración en los dedos, sufriendo con cada ataque rival.

Rosita iba a la cancha desde que tenía memoria. De chica, la llevaba su papá cuando no era muy común que las mujeres fueran a los partidos. Y menos en un club de un pueblo. Entre los prejuicios propios y los ajenos, Rosita casi siempre era la única mujer que viajaba a todos lados con el equipo; en los partidos de local, a veces, se sumaban algunas más. Pero Rosita no solo veía a la primera los domingos, también iba los sábados a ver las inferiores. A ver los chiquitos, como le gustaba decir.

Rosita no tenía otra vida más que la que vivía en el club. Si había que hacer sanguches para los chicos al final del partido, ahí estaba Rosita cortando bollitos de pan, una feta de queso, dos de mortadela, repartiendo como si fuera una casa de comidas rápidas. Si había que llevarse las camisetas para lavarlas, ahí estaba Rosita con una bolsa de consorcio juntando una por una. Si había que patearle un poquito la puerta del vestuario al árbitro para que tuviera claro quiénes eran los locales, ahí también estaba Rosita.

Rosita parecía que había nacido con la edad que tenía. Los años no se le notaban. Como andaba siempre sola, muchos pensaban que no tenía familia. Especialmente los más pibes no sabían que había estado casada con el Ruso y que tenían un hijo, ya grande, viviendo en la ciudad.

Al Ruso también le encantaba el fútbol pero era menos efusivo que Rosita, más tímido. Mucha gente de la zona, cuando los veían en la cancha, ni se imaginaba que eran marido y mujer. Cada uno vivía los partidos a su manera. El Ruso, apoyado contra el tejido, cada tanto hacía algún comentario, en cambio Rosita era una radio: no se callaba ni dos segundos. No hablaba fuerte. Susurraba. Decía cosas entre dientes, para sí misma, como si estuviera rezando. Y cuando atacaban los rivales gritaba: “¡Ayude perro!”. Lo decía amontonando las letras —‘yudeperro—, como si fuera una sola palabra.

El grito agudo de Rosita era un grito de guerra para los defensores, que no solo lo esperaban sino que también lo necesitaban. Rosita no gritaba en todos los ataques de los rivales: elegía los momentos, ahí estaba el secreto. Elegía y no fallaba. Cuando Rosita gritaba, los defensores robaban la pelota.

Cuando Rosita empezó a ir salteado a la cancha, nadie se animó a reemplazarla. No por temor, sino por respeto. Porque el grito era de todos, pero le pertenecía a Rosita. Los únicos que lo usaban eran los jugadores, cuando alguno tenía que salir a marcar en un mano a mano los otros lo chumbaban: ‘yudeperro, ‘yude…

Después de la muerte del Ruso, Rosita empezó a faltar a algunos partidos. Sobre todo a los de la primera; de los chiquitos no se perdía ninguno. Al de los grandes puedo escucharlo por la radio, en el cementerio junto con el Ruso, se excusaba cuando le preguntaban por qué no había ido a la cancha.

Y era cierto. Algunos domingos, después de comer, Rosita agarraba el banquito de madera que usaba para sentarse en la cancha, lo cargaba en la parrilla de atrás de la bicicleta y se iba pedaleando despacito hasta el cementerio. Colgando del manubrio llevaba la radio, una Sony a pilas, con manija, que era de cuando el Ruso trabajaba de albañil. A la ida, Rosita cruzaba el pueblo con la radio prendida, a todo volumen, como una propaladora. A la vuelta, dependía del resultado, si estaba contenta la traía al palo, escuchando los goles y las declaraciones, si no la ataba atrás, acostada, junto con el banquito y volvía quejándose de los comentarios de los periodistas.

Internada en el hospital de la ciudad, qué no daría Rosita para escuchar la radio del pueblo. Para volver a indignarse con las cosas de todos los días. Para que el tiempo pasara como antes. No lo sabía, pero cuánto mejor es que el tiempo falte y no que sobre. Cuando el tiempo sobra puede ser muy valioso, pero también muy peligroso. Siempre dependerá de cómo se lo use.

Una tarde cualquiera, igual a todas las otras, Rosita apagó el televisor, cansada de mirar sin ver nada, y aprovechó la visita de su hijo para decirle una sola cosa que nunca le había dicho:

—Rusito, vos sabés que tu papá fue el único hombre en toda mi vida. El único. Y lo amé profundamente hasta el último día.

—Sí, mamá. Ni falta hace que lo digas.

—Bueno, entonces no me vengas con esa pavada del cementerio. Con tu padre ya estuvimos juntos todo el tiempo que teníamos que estar. Ya hicimos todo lo que teníamos que hacer. A mí me cremás y desparramás las cenizas en la cancha. ¿Entendido?

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