Adiós
08/10/2025 | 19:55
Redacción Cadena 3 Rosario
Claudio Giglioni
Duele. A veces, las noticias que más duelen son aquellas que se ven venir. La partida de Miguel Ángel Russo no es solo la de un técnico exitoso; es la de un tipo con carácter, un gladiador que, como él mismo, llevaba su cruz con una dignidad que imponía respeto. Y en un oficio como el nuestro, el del periodismo, donde las relaciones suelen ser transaccionales, Russo forjó vínculos que trascendían lo profesional.
Lo conocí en 1997, en su primera vez al mando de Rosario Central. Desde entonces, forjamos una relación peculiar: tan cercana como distante. Con Miguel el respeto era la moneda de cambio. Podíamos discutir por una crítica, a veces con dureza, pero siempre desde un lugar de honestidad intelectual. Y luego, podían pasar meses sin hablar, para reaparecer, sin preámbulos, en lo bueno y en lo malo.
Su legado en el fútbol es inmenso. Fue el arquitecto de aquel Central que ascendió y luego sacó campeón arrastrando, como un verdadero gladiador, el peso de su enfermedad. Fue el hombre que tocó el cielo con las manos al ganar la Copa Libertadores 2007 con Boca, un logro que hoy, con el paso del tiempo, la hinchada xeneize sabe valorar en su justa medida, como una hazaña irrepetible. Hasta en Lanús, donde allá por finales de los 80’ –como buen bilardista- te seguí, o con la U de Chile que llegó a jugar semifinales de Libertadores ante el River de Ramón Díaz a mediados de los 90'.
Pero más allá de los títulos, Russo tenía una virtud única: la de ser adoptado. En Central, sin ser de Rosario, lo consideraron propio, de su ADN. En Boca, sin ser del club de sus amores, el mundo xeneize lo abrazó como a uno más. Sus dos últimos estadios, el Gigante de Arroyito y la Bombonera, fueron testigos y cobijaron a este técnico que se ganó el cariño a fuerza de carácter y trabajo.
Hoy quiero quedarme con los gestos, esos que marcan a un periodista del interior. Recuerdo aquella medalla que me regaló con una generosidad desbordante, poniéndome el reflector en el Mundial de Clubes. O aquel abrazo antes del partido con el Benfica, una deferencia que sabíamos "no se podía hacer", pero que él hizo porque así era Russo: leal con los suyos. Ese mismo abrazo lo repitió frente al Bayern Múnich, frente al Auckland... gestos que no se olvidan. Jamás.
Se nos fue un gladiador. Peleó hasta el final, con una sonrisa que ya le costaba, pero que siempre intentó esbozar. Se nos fue siendo técnico, siendo parte del fútbol, que era lo que quería. Y esa, no te la saca nadie.
Hasta siempre, Miguel.
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