El voto inflación

Listo, se confirmó el dato más temido: con 94,8 la inflación del año pasado cerró en el nivel más alto desde hace más de tres décadas.

Se recuerda que 1991 fue del 84 por ciento. Luego del estallido de la convertibilidad, en 2002 se situó en el 40 por ciento y creció al 54 por ciento el último año de la gestión de Mauricio Macri.

¿Cuánto fue durante las dos presidencias de Cristina? Misterio. El Indec fue manipulado de tal manera que nadie sabe con certeza cómo midió.

Hoy, la Argentina tiene la segunda inflación más alta de América latina, detrás de Venezuela.

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O sea, el peor de los mundos. O uno de los peores, quizá.

El presidente Alberto Fernández atribuye el efecto inflacionario a lo que ocurre en el mundo por la guerra en Ucrania, pero lo cierto es que niveles como el de Argentina no se consiguen tan fácilmente.

No hablemos de los países más desarrollados. Veamos los otros: Angola tiene una inflación interanual del 15,2 por ciento. O Bulgaria, 16,9. Moldavia, 30,2%.

Eso sí, Venezuela, con más del 300 por ciento, y hasta Zimbabue, con 261, nos sirven de consuelo.

Al menos estamos en el medallero del mundial de inflación.

Es obvio que esta inflación tiene impacto político.

No puede no tenerla, porque la inflación golpea a todos los sectores sociales y provoca, cuando menos, descontento social, que es inevitable que se plasme en las urnas.

Así como alguna vez se habló del voto licuadora, ese que se exterioriza cuando la gente tiene acceso a bienes y respira más tranquila, el voto inflación es todo lo contrario.

¿Cómo puede hacer campaña un candidato oficialista prometiendo que va a bajar la inflación que no pudo bajar un gobierno de su fuerza?

Pero, además, obliga a revisar una y otra vez los números para tratar de contener a la cantidad de gente que cae bajo los límites de la pobreza o de la miseria, como consecuencia de bolsillos vacíos.

Más allá de lo que digan los gobernantes, la inflación puede ser el gran elector.