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01/12/2025 | 14:20
Redacción Cadena 3
Sergio Suppo
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La costosa devolución a Europa de nuestros abuelos
La historia que quiero contar parece personal. Y lo es, al comienzo. Pero rápidamente deja de serlo y se convierte en algo que excede a una familia: es una radiografía de la Argentina, de esas que no se registran en estadísticas ni en discursos, pero que se sienten en el pecho.
Ayer, en Villa María, se reunió la parte materna de mi familia. Los Ortega: un apellido, como tantos en este país, hijo de barcos que cruzaron el Atlántico empujados por el hambre y la esperanza. Hace 125 años llegaron dos niños andaluces, con una mano atrás y otra adelante, detrás de padres que vieron en la Argentina una palabra que hoy parece ajena: futuro.
Manuel y Dolores —mis abuelos— se conocieron siendo chicos, se casaron, tuvieron nueve hijos y pelearon la vida como pudieron. No se hicieron ricos. Ni falta que hacía: con ser menos pobres que ayer, ya estaban del otro lado. Ese país levantado a pulmón por millones de inmigrantes parecía tener un pacto tácito: esfuerzo, estudio, trabajo. Y la promesa de que a los hijos les iría un poco mejor.
Cumplieron. Y no solo ellos: el país entero fue, por décadas, una fábrica de movilidad social.
Yo fui la primera generación que llegó a la universidad. Después vinieron mis primos, y los hijos de mis primos, convertidos en profesionales, emprendedores, programadores, deportistas. Una muestra mínima, representativa de esa clase media que la Argentina supo construir a fuerza de educación pública y trabajo.
Pero ayer, en esa fiesta, hubo otras ausencias además de las obvias. No estaban Manuel ni Dolores, que se fueron hace décadas. Pero tampoco estaban muchos de sus bisnietos. No porque ya no vivan: no estaban porque ya no viven acá.
Se fueron. A España, a Italia, a Francia. Al mismo continente del que sus bisabuelos habían huido porque no había qué comer. Solo que ellos no se fueron con hambre material. Se fueron con otro tipo de hambre: hambre de oportunidades, de previsibilidad, de un horizonte que no dependa de la suerte, del dólar o de una crisis nueva cada dos años.
Ahí está el punto.
Ahí duele.
Los bisnietos de aquellos inmigrantes no emigran por necesidad económica extrema, sino por una razón mucho más política: ya no creen que el futuro esté en Argentina.
Y eso sí es un fracaso colectivo. No de un gobierno. No de un partido. De una época entera.
Mientras en el salón sonaban pasodobles y las tías nonagenarias bailaban como si nada pudiera salir mal, entre risas y anécdotas también flotaba esa certeza amarga: el país que supo atraer a los hambrientos hoy expulsa a los formados. Los nietos del progreso, los hijos de la educación pública, los herederos de un país que prometía ascenso social, buscan la esperanza en los mismos lugares que antes huían de la desesperación.
Europa, en una ironía trágica, se lleva sin gastar un peso a odontólogos, ingenieros, programadores, enfermeros, científicos. Es la costosa devolución de un país que los educó, los formó y, finalmente, los perdió.
No es una historia extraordinaria. Es una historia argentina. Una más de las millones que todos podríamos contar.
Tal vez por eso duele tanto. Porque en esas sillas vacías hay algo más que jóvenes que no pudieron venir a una reunión familiar: hay un país que se va y no sabe si volverá.
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